martes, 13 de octubre de 2009

UN POCO DE SAL

Llevaba ya un buen rato mirando el techo, consciente de que algo iba mal, de que algo no encajaba, y de repente comprendió que lo que la molestaba y le estaba amargando la tarde era no tener vecinos debajo, conformarse con pisar cimientos y no vidas ajenas. No, definitivamente no le gustaba vivir en la planta baja, vivir allí suponía restricciones, pequeñas pérdidas casi imperceptibles pero innegables de libertad, como no poder pasear desnuda con las ventanas abiertas las mañanas de resaca o asomarse a la ventana de madrugada, fumando y balanceándose adelante y atrás sobre el abismo para mezclarse con la noche y sentir el vértigo, la emoción ante la perspectiva de una fatal caída, y tal vez poder después volver a subir a contemplar trocitos de su propio cuerpo desparramados por la calle, “!Mira aquel dedo! Justo allí, entre la papelera y la mierda del perro”; le gustaría poder perderse en apreciaciones sobre la textura del cerebro, su composición, comprobar si en la viscosidad repulsiva de su tacto encontraba al fin alguna respuesta, y a lo mejor ver también un gato jugando con su pie izquierdo como con un ovillo de lana, arrastrándolo por todo el barrio con las venas y los tendones colgando detrás. Si hubiese vivido un poco más arriba (un primer piso hubiera sido suficiente) estaría pensando todo esto sentada en el borde de la ventana, muerta de risa al comprobar que el problema era que no vivía en una planta baja, y que si fuera así todo sería más fácil, y podría pasearse desnuda por las noches de borrachera sabiendo que desde la calle podían verla y asomarse a la ventana por las mañanas a mirar las nubes sin sentir el vértigo en la boca del estómago. Le acaba de quedar claro que todo eso de vivir en una planta baja era un fallo, hipótesis desestimada, tres meses de investigación científica y observación participativa mandados al carajo en el breve tramo de tiempo que tardan las neuronas en realizar una sinapsis satisfactoria; para esto debe ser que evolucionamos, para alcanzar esta involución del pensamiento coherente y las grandes ideas. Es evidente que iba a dar lo mismo vivir en el sótano que en la azotea, el problema era otro, probablemente las rejas de las ventanas, al fin y al cabo aquello se parecía demasiado a una prisión, solo que hoy por hoy la cicuta no llegaba, terrible decepción. No lo soportó más y en una carrera caótica fue de una habitación a otra subiendo las persianas, cerrando las cortinas, abriendo una para cerrar otra como en un sube y baja, hasta que ya no pudo más y se sentó en el suelo con la cabeza apoyada en el sofá, la respiración entrecortada, la sangre golpeando en las sienes bañadas en sudor frío. Al instante otra revelación, otra risa abierta y triunfal, con la alegre certeza de que volvería a equivocarse. Esta vez la hipótesis no estaba enfocada a la altitud ni la forma, si no a la finalidad, el eje del problema. Las ventanas no estaban ahí para ella, si no más bien ella estaba ahí para las ventanas. No era ella asomándose a la ventana, no era ella mirando la calle, era la ventana asomándose a ella, la calle observando-la incansablemente, sin excepción, llueva truene o nieve. No importa si hay café caliente, ya no puedes seguir escondiéndote dentro de la taza o tras el humo del cigarrillo, ahora estás desnuda, expuesta, como una mariposa pinchada en un corcho con unas pequeñas anotaciones al lado, su nombre científico en un papelito y sus alas abiertas en todo su esplendor, mostrando su magia inútil ya, en silencio, callada para siempre en aquella lenta prisión corcho que no descansaba, y los ojos curiosos, el Voyeur incansable, el número de circo ensayado una y mil veces para poder improvisarlo cada vez, para que la gente aplaudo o abuchee según les haya ido el día, no es lo mismo que te pille una tormenta sin paraguas que haberte pasado la mañana entera haciendo el amor…
Y así se pasaban los días, devorándose unos a otros sin compasión ni paciencia, esclavos del tiempo y su tic-tac, tic-tac, el cocodrilo se mete debajo de tu cama, se acerca, tic-tac. Volvió a abrir las ventanas una a una, lentamente esta vez, a lo mejor así el ambiente se vaciaba un poco de tantas horas estancadas y alas de mariposas muertas. Miró el cielo, cavilando, buscando un puntito verde, que se fue haciendo más grande hasta transformarse en un chico con sonrisa radioactiva que se posó volando en su ventana, ¡Peter Pan por fin ha vuelto!, “has tardado mucho pero ahora ya no importa, ahora volveremos a tener todo el tiempo del mundo, ya no necesitaremos paciencia ni botox”. Pero Peter Pan ya no sonreia. “Wendy, tu no lo entiendes, ser un niño perdido ya empezaba a ponerse muy feo, ahora me va bien, tengo un GPS y un reloj, pero entiéndelo, ya no puedo llevarte más a nunca jamás, no recuerdo el camino y además no tengo tiempo, me tengo que ir ya…”; “claro, escríbeme algún día…”. Volvió a quedarse sola en la ventana, mirando al cielo con un nudo en la garganta, deseando poder volver atrás, ser cada día más joven, un año menos, ¡sedadicilef! Involucionar, caminar como un cangrejo es la única opción, coger el reloj y girar las agujas en el sentido contrario, una vuelta, seis, doce, treintiocho y nada, todo seguía igual y el tiempo caminaba incansablemente en el sentido clásico. Pero tal vez si…a lo mejor todavía podía salvarse, matar al tiempo, y de repente el reloj haciendo un triple salto mortal desde la ventana hasta hacerse añicos contra el suelo, hubiera sido mejor la caída desde un primer piso y justo en ese instante los ojos del vecino y el vecino pasan por allí, y los ojos del vecino (ojos de nube) se pasean sin respeto a la intimidad por ella y después recorren el trayecto desde la ventana al suelo, parándose en cada pieza desparramada y sin vida, y así varias veces, los ojos paseando de ella a la ventana, de la ventana al suelo, del suelo a las manecillas, la pila, el segundero, el cristal y vuelta a ella, y entonces las nubes se callan y se abre la boca y sale la pregunta. Ella trata de explicarse, todo empezó con la planta baja, las ventanas, las alas de mariposa en el corcho y Peter Pan, y claro, no quedaba otra opción, pero ahora ya no importa, estamos condenados, nada que hacer, tic-tac. Cuando se disponía a abrir la boca para explicarle todo esto, observó como sus propias manos se movían cerrando su propia ventana en las propias narices del propio vecino. Salió corriendo y se refugió en la ducha, bien acurrucada y con el grifo cerrado, evaluando si merecía la pena abrirlo para irse por el sumidero a las alcantarillas o a algún lugar que no sabía donde estaba pero que debía estar ahí, en alguna parte, lleno de gente que se disuelve de vergüenza, de pena o de miedo. Oyó al vecino subir las escaleras y meter la llave en la cerradura, girarla noventa grados hacía la izquierda, empujar suavemente la puerta hacia dentro para volver a girar la llave en sentido contrario, sacarla de nuevo y cerrar la puerta tras de sí. Estaba convencida de que él la consideraba una loca (“he vuelto a ver a la vecina de abajo, la desquiciada; no la mires a los ojos cuando te hable”) Pero que más daba el vecino, el estaba allí por encima de ella, de su universo, y podía balancearse adelante y atrás en la ventana de noche y pasear desnudo por las mañanas, claro, y eso por no hablar de las rejas, sus ventanas no le atrapaban ni le miraban, él era el dueño de las ventanas y no al revés, y tenía mirada de nubes, y además no le gustaban los gatos. Pero para qué engañarse, todo esto no era más que pura y física mierda, a lo mejor debía recoger los pedazos del reloj y tirarlos, y subir a explicarle al vecino, cualquier cosa normal y lógica para dejar de ser la vecina loca, “el gato lo tiró jugando”; no, el gato no, fue ella limpiado, eso estaba mejor; y nada de buscar mentalmente definiciones para los ojos del vecino, solo eran dos ojos de un vecino que vivía en el piso de arriba y tenía una vecina que a veces estaba loca pero ya no, ahora sería normal y todos felices, todo va a ir bien, si señor, ¡quién dijo miedo! Ya va siendo hora de dejar toda esa historia de pensar tanto, no más relojes rotos, ahora tenía que comprar uno nuevo y explicarle al vecino, fíjate cuantas complicaciones por culpa de pensar tanto, ya va tocando encender la tele un poco y seguir la corriente correcta, seguir involucionando y desaprendiendo. Vale, el primer paso en su redención particular debía ser tal vez externo, debía empezar por peinarse un poco y elegir una ropa un poco más formal, a lo mejor hasta se compraba unos tacones. Su nueva yo la saludó desde el espejo y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse, ya que aquello también habría sido más propio de su yo anterior. El siguiente paso podría ser empezar a hacer algo aceptable con su vida, buscar un trabajo de verdad o estudiar algo útil, ¡quememos los libros de poesía, quememos a Nietzsche, a Baudelaire, a Benedetti! Vaciemos la cabeza de pájaros y llenémosla de ladrillos y anillos, de billetes y niños y los quince días en la playa, con pensión completa, claro. Buscarse un novio, eso era más difícil y debía ser un novio, no un amante, ni hablemos de una amante, eso no encajaba para nada en lo socialmente aceptable. Ah, si, dejar de hablar con los gatos en voz alta también era necesario. Y ahora el paso final, reconciliarse con el mundo y darle al botón. On. Un programa del corazón, no podría haber sido una coincidencia más acertada. “Concéntrate en la pantalla, no mires por la ventana, no hables con el gato, no te toques el pelo, no pienses en unicornios ni en volcanes, no seas tú, encaja, no es tan difícil, solo hay que ajustar esto por aquí y apretar un poco allí y listo”. Pero no es tan fácil cambiar, y es entonces cuando empieza a acabarse el aire en la habitación y se siente la necesidad de correr y gritar y romperlo todo; levantarse, apagar la tele, salir a la calle un segundo a respirar y coger impulso, y entonces volver para desandar el camino, desnudarse, despeinarse, hablar con el gato y bailar sin coherencia ni ritmo. No iba a permitir que nada la hiciese cambiar, y si quería cardarse el pelo lo haría, y si necesitaba dormir de día y leer de noche luciría con orgullo las ojeras, y no pensaba recoger las piezas rotas del reloj, ese sería su manifiesto personal. Y ahora subir a contarle al vecino, a explicarle que no era una loca, que solo le gustaba estarlo, y que le daba igual que la mirara mal y no la entendiera, y que si no le gustaban los gatos que peor para él, que quién se había creído que era. Abrió la puerta, subió las escaleras de dos en dos y se plantó firme en el rellano, llamó dos veces y tomó aire. Se iba a enterar, y después de él todo el mundo. La puerta se abrió aparecieron los ojos, y con ellos una pregunta. Que qué quería, pues se lo iba a decir: solo tenía que mirar fijamente los ojos de nube, abrir la boca y dejar que las palabras salieran solas. Una, dos y tres, ¡ya! “Perdona, ¿tienes un poco de sal?”

domingo, 4 de octubre de 2009

Tuesday's gone

Cuando consiguió llegar a lo alto de la cuesta de los rusos, se sentó en el parquecillo a tomar aire. Estaba teniendo una taquicardia, la segunda de la noche, y aunque se vio tentada a meterse otra ralla, sacó del sujetador la papelina que le quedaba y la tiró a unos arbustos. Tal vez no había sido una buena idea; no le agradó pensar que tal vez al volver un perro lleno de coca se pusiera a perseguirla. Aún así lo dejó pasar como dejaba pasar todo. Todo, menos Hugo. Buscó en el bolso el porro que había apagado para subir la cuesta y lo encendió. Se quedó embobada mirando las volutas de humo que bailaban alrededor del chorro de luz de una farola. Intentó atraparlas, pero el momento en que las tocaba se deshacían entre sus dedos y desaparecían. “Así es el amor”, pensó. “Nos cautiva bailando sobre nuestros cuerpos, pero si intentas atraparlo, lo destruyes”. Llevaba toda la noche buscando a Hugo. Había desaparecido por la tarde, y su firme convicción de que tener un móvil era tan esclavizante como llevar unos grilletes complicaba la búsqueda.
Lía se despertó a las tres y él ya no estaba. No se extrañó demasiado; siempre que pasaba un par de días fumando opio y sin parar de componer, Lía nunca sabía que vendría después. Así que no lo pensó demasiado. Además, solo tenía una hora antes de entrar a trabajar. Le tocaba turno de tarde en el bar; tenía que prepararse para unas cuantas horas de cafés y Led Zeppelin. Se dio una ducha para quitarse el olor a noche y compartió un yogurt de fresa con el gato mientras recogía ceniceros y botellas vacías del salón. La tarde transcurrió como cualquier otra. Alí se pasó a visitarla antes de abrir la shawarmeria y le regaló media bellota de las buenas. Ella le invitó a un licor de hierbas. “Alá sabrá entenderlo”, le dijo Alí apurando el vaso. “Nunca debes rechazar algo de una mujer bonita”. Lía pasó el resto de la tarde mirando las jaulas vacías que colgaban del techo, imaginando que en ellas habitaban pequeñas personitas que tomaban el té y hacían el amor en un columpio de flores.
Cuando dieron las diez y acabó su turno, decidió que Hugo llevaba demasiado tiempo sin buscarla. Fue a casa, pero allí todo seguía igual. La guitarra española rota en un rincón, recordando la impotencia creativa de la madrugada anterior, y el gato lamiendo la mancha viscosa del suelo. Llevaba ahí unos días, y había decidido no limpiarla hasta ver en que se iba convirtiendo. Se sentó un rato a oscuras a acariciar al gato. Encendió un cigarrillo y pensó en la primera vez que vio a Hugo y en como habían cambiado las cosas desde entonces. Fue hacía más o menos un año. Aquella noche, ella y sus amigas habían ido al “gato tuerto” como todos los sábados. Lía entró y busco un sitio libre en la barra, sin saber que esa noche habría concierto. Lo que más le gustaba de aquel antro era que cada vez descubría un nuevo póster o dibujo en las paredes o el techo. Solía sentarse entre Mapi y Lena mientras ellas hablaban de lo bueno que estaba el de la esquina (“sí, aquel, el de al lado del baño, el de la camiseta roja”) y ponerse a ordenar cronológicamente los pósters según lo amarillentos o descolgados que estuvieran. Esa noche el futbolín estaba en una esquina y en su lugar habían improvisado el inestable escenario portátil, en el que una batería ocupaba casi todo el espacio. Le preguntó al Gordo que quien tocaba esa noche. Los “Big Fish”, le contestó mientras servía las copas. “Son madrileños, bastante buenos; pero ya sabes, el rock está jodido, es una pena”. Media hora más tarde el Gordo quitó la música y los Big Fish comenzaron a tocar. Lía bajó de su mundo de pájaros de caramelo y jaulas de colores y fijó sus ojos en el cantante, y ya no pudo apartarlos de ahí en toda la noche. Tenía todos los rasgos del prototipo de rockero clásico: vaqueros desgastados, camiseta negra sin mangas, brazos tatuados, barba de varios días, media melena y una fender stratocaster. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Tenía mirada de niño triste y ojeras de veterano de Vietnam. Eran bastante buenos; guitarras a lo Jimmy Hendrix, letras algo oníricas y alguna pincelada de blues callejero. Con su versión de “Tuesday's gone” se ganaron al público, y cuando acabaron de tocar se acodaron en la barra a disfrutar sus buenas dosis de copas gratis. Lena y Mapi no paraban de incitar a Lía a acercarse al cantante a decirle cualquier cosa, pero no fue necesario. Se le acercó por la espalda y le puso una copa en las manos. “Soy Hugo” le dijo. “No has parado de mirarme en toda la noche”. “Bueno, si sabes eso es porque tú también me mirabas a mi” le respondió ella dándose la vuelta. Hugo le dedicó una de sus sonrisas inolvidables, y Lía sintió un escalofrío, como una premonición, y supo que después de aquella sonrisa todo era posible y nada podía salir bien.
Unas semanas después Hugo apareció en su piso. “Madrid es una ciudad caníbal”, le dijo con la maleta y la guitarra colgadas al hombro. “Estaba empezando a devorarme, y he decidido escapar a tiempo”. Encontró trabajo en un estudio de grabación, y poco a poco Lía comenzó a faltar a clase. Una noche el Gordo le preguntó que si sabia de alguien interesado en trabajar en el gato tuerto, y al día siguiente Lía aprendía los misterios de la cafetera y de cómo conseguir que un sitio pareciera limpio a base de ambientador de limón. Después de eso vino la coca y todo lo demás.
Mientras pensaba en todo eso en las tinieblas del salón, la ciudad comenzaba a vivir. Como no soportaba las noches sin Hugo, cogió del cajón el medio gramo que le quedaba y salió a buscarle. Primero fue al estudio, pero no había nadie. Comenzó a recorrer todos los bares que solía frecuentar, y cada vez que se acercaba a la barra a preguntar por él la invitaban a una copa. Era raro perderse entre el humo y el ron añejo sin Hugo a su lado hablándole de huracanes y osos polares, con sus imprescindibles y ocasionales visitas al baño para “inspirarse”. Nadie sabía nada de él desde hacía un par de días, y al cabo de unas horas todos los bares habían cerrado. Aunque estaba mareada siguió al camarero del ciclón de discoteca en discoteca, buscando como un perro al que abandonan en una gasolinera. Cuando ya no quedaban ningún agujero ruidoso y lleno de borrachos donde no hubiera buscado, Lía se fue hacia el barrio árabe y ahora estaba sentada en aquel parque de perros cocainómanos. Mientras le daba la última calada al porro se dio cuenta de que estaba amaneciendo y sacó del bolso las ray ban de Hugo. Al ponerse las gafas de sol, la verdad le calló encima como un jarro de agua fría. Bea, tenía que ser ella. Había llegado de Madrid hacía una semana, y aunque Hugo no dijo nada, Lía sabía que eso lo cambiaba todo.
Se levantó y comenzó a caminar hacía la casa de Bea. Cuando una conoce tanta gente, es fácil enterarse de la dirección de cualquiera. Cuando solo llevaba dos pasos dio media vuelta para buscar la papelina que había tirado. Por suerte Bea vivía en un bajo, y a Lía no le costó mucho encaramarse a las rejas y mirar por la ventana. No se sorprendió demasiado; estaban desnudos en el sofá, fumando un chino a medias. Lía se sentó en la acera, preparó una ralla y escuchó unas campanas tocando a misa de ocho no muy lejos. Le gustaba meterse en las iglesias y pasar el rato entre el olor del incienso, los ojos inertes de los santos y el silencio sepulcral. Estaba decidida a no llorar; lo único que quería era escuchar tuesday's gone en un banco de iglesia mientras la gente a su alrededor pensaba en sus pecados. Así que hizo lo correcto; se metió la última ralla y se fue a la iglesia de san Patricio mientras pensaba en caballitos de mar con alas de mariposa.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Testimonio de un gato escapista

Primero abro un ojo con pereza, y lo vuelvo a cerrar al instante. Luego abro los dos de golpe, y me asusto un poco al no saber con certeza donde estoy. Mientras me lamo lenta y cuidadosamente una pata, observo el caos a mí alrededor; varios chicos duermen entremezclados, roncando ruidosamente derramados por los sofás y el suelo, entre efluvios de alcohol rancio y sudor.
El viernes me mudé a esta casa. Me trajo mi dueño, y minutos después desapareció, dejándome de nuevo con mi dueña. Con ella tengo una relación de amor unidireccional: es cierto que a veces soy yo el que la busca para dormir a su lado o dejar que me acaricie, pero ella siempre quiere hacerlo, y siempre está detrás de mí, buscándome y esperándome, sin comprender que a mi lo que me gusta son la indiferencia y los retos. Esa tarde ella lloró y se cortó el pelo. Yo la observaba mientras jugueteaba con los mechones que caían al suelo de la cocina, y la escuchaba hablar con sus amigas. No les presté mucha atención, como siempre. Por eso me pilló por sorpresa la llegada de ellos cinco, y cuando llegaron fue como una avalancha cayendo sobre mi tranquilidad y mi rutina. No quedaba ni un solo hueco en los sofás para tumbarme, y nadie me ofreció ni siquiera un trago de vino o al menos de aquel whisky barato con olor a matarratas. Mientras ellos bebían, yo les observaba desde la barra de la cocina, y no hacía falta ser muy listo para saber que aquello no podía terminar bien. Recuerdo que hicieron algún comentario sobre mis testículos. Uno de ellos los comparó con pelotas de pin-pon y comenzaron a discutir sobre quien tendría sexo conmigo esa noche. Los miré con indiferencia, en parte fingida, ya que aquel chico de los ojitos claros y la mirada de loco era bastante sugerente, y aunque se que la zoofilia está mal, siempre me ha interesado probar cosas nuevas. Seguro que cualquier cosa es mejor que mi actividad sexual actual. Mirando a los chicos me cuesta creer que todos sigan vivos después de estos dos días. Ayer fue sábado, y por lo que yo se, el sábado la gente busca la autodestrucción de alguna manera, y mis “compañeros de piso” de este fin de semana no eran distintos al resto. El viernes tal vez se destruyeron un poquito, pero con más cariño hacia sus personas. Pero el sábado salieron de casa cuando se levantaron, y a su vuelta traían consigo ingentes cantidades de comida y alcohol. Abrieron la puerta del patio, y me alegré por ello. Me gustaba salirme allí a fisgonear un poco y lamer mis genitales al aire libre. Cuando eres un gato, lamer tus genitales no tiene ninguna emoción, es algo tan común como respirar. A veces me gustaría ser humano para sentirme impotente al no llegar a ellos con mi boca y tener que buscar la boca de otros para que los chupen. Tal vez en eso consiste el amor y sea por eso que los gatos no nos enamoramos.
Poco a poco, fueron bajando al patio. Mi dueña y el chico que me prometió sexo en vano encendieron la barbacoa, que comenzó a derretirse en cuanto el carbón estuvo caliente. Traté de olisquear la carne, pero me espantaron como a una mosca. Nunca me dejan hacer nada divertido. Se sentaron alrededor de las mesas a comer y beber una cerveza tras otra, mientras se reían de trivialidades y escuchaban canciones bastante pasadas de moda. Nunca entenderé los gustos musicales imperantes en esta casa, pero para eso tampoco tengo ni voz ni voto. Intenté escaparme al otro patio, pero el chico alto y rubio me lo impidió, aunque se acobardó en cuanto le lancé una de mis escasas pero efectivas miradas asesinas. El chico del pelo largo, cuyo hígado sospecho debe estar destrozado, rompió mi caja de cartón favorita, la más grande, lo cual me enfadó un poco, así que me alegré cuando mi dueña le derramó por encima una lata de cerveza entera. Tras varias horas de aguantar guitarras, cánticos de borrachos y olor a cerveza y carne que no me dejaban probar, todos fueron entrando a casa, tumbándose dónde y cómo podían. Yo decidí echarme una siesta encima de mi armario favorito, el de la habitación de la chica morena. Cuando ella y el tipo de la cara de psicópata entraron y cerraron con pestillo, comencé a arrepentirme de mi decisión. Desde lo alto del armario pude observar varias maneras de realizar el coito entre humanos. Ya lo había visto antes, pero nunca deja de sorprenderme el malabarismo de cuerpos, los bailes acompasados, sus torpezas. Realmente, se complican mucho la vida. Es más sencillo cuando todo se centra en el instinto básico de depositar la semilla, alejado el acto sexual de cualquier deseo o búsqueda de placer carnal. Todo esto lo pensaba en lo alto del armario mientras trataba de dormir y esperaba que alguno de ellos abriera la puerta para satisfacer fuera la necesidad de ir al baño o tal vez fumar. Tienen demasiadas necesidades inútiles todos ellos; hacer el amor, fumar, ducharse, vestirse, peinarse…todo ello es prescindible, pero aún así aquella noche armaron un gran revuelo para satisfacer todos ellos esas necesidades a la vez antes de salir por la puerta a destrozarse un poquito más. Creo que la que más destrozada quedó fue mi dueña, porque no aguantó demasiado la noche. Llegó temprano y sola; charlamos un rato, y después me echó fuera y cerró su puerta. Cuando llegaron la chica a la que no le caigo bien y el rubio que pedía juegos de mesa, intentaron despertarla para cubrir otra de sus tontas necesidades (la de fumarse un porro) pero como no lo consiguieron se fueron al salón a cenar (¿o a esas horas de la madrugada ya lo llaman desayuno?) y poco a poco fueron llegando los otros: el chico que me prometió sexo en vano, el psicópata, el del pelo largo, el alto, la chica morena y otro chico raro que no conocía…
Tras recordar todo lo sucedido este fin de semana, vuelvo a mirar a los chicos que duermen a mí alrededor y siento un poco de miedo. ¿Van a quedarse aquí siempre? ¿Piensan seguir bebiendo y montando escándalo hoy también? Ya estoy cansado, necesito un poco de paz y tranquilidad. Creo que voy a aprovechar que aún duermen y que la puerta del patio está abierta; tal vez desde allí pueda salir de este piso de locos y dar una vuelta por ahí, despejarme un poco y escapar de casa, al menos hasta que ellos se vayan y todo vuelva a ser normal, y volvamos a ser solo ellas, yo y los sofás.

jueves, 28 de mayo de 2009

Querida Bogotá

Antes de irme, quiero dejar un poco de mí en ti, y tras pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que lo mejor será saltar desde Monserrate, llenarte con mi sangre y mis sueños y mi olor, impregnarlo todo de mi, para quedarme siempre en todos y cada uno de tus habitantes, en tus esquinas, en tus avenidas, en el Transmilenio, en los bares, en el humo, en la muerte, en las fuentes, los colectivos, las invasiones, los gamines, se va a hacer romper, las iglesias, la fe ajena, el ruido, las nubes; volar sobre las nubes de este cielo confuso e indeciso, y ser un poco de lluvia y de sol, un poco de frío y de viento, y rozar los rostros de millones de personas anónimas que van siempre sin rumbo vagando por este laberinto de carreras, de taxis, de manos, de ojos, de lenguas, de miedo, de risas y flores, y ser también los 100 pesitos para un pan, y el cuchillo que rompe la noche, y la ambulancia inútil a 200 por hora, y estar en el sabor del tinto, del chocorramo, de la yuca, de un águila bien fria, del aguardiente, del arroz con lentejas, y en el olor de la aromática, de la basura derramada, de los perros, de los parques, de las hojas, de los cigarrillos; quiero ser el humo de un piel roja, fuerte, negro, libre, disperso, derramándose en los pulmones y la saliva de una bonita mujer con los pies llenos de rumba y las manos llenas de tristeza, y quiero ser la barraquera de sus ojos, tal vez el fruto de su vientre, tal vez sus grititos por las noches, y después quiero volverme un gato y escaparme por los tejados, a oler mi propia sangre derramada desde Monserrate, a cortarme las venas con poesías impregnadas de alcohol y cocaína, a saborear la noche y el sexo, las estrellas ocultas, la luna agonizante, vagar por los tejados del norte y escuchar el ruido vacío del dinero, oler la inexistencia de las vidas tan llenas que quedan ahogadas en champagne y soledad, buscar el amor dentro de los carros caros y los vestidos de boutique y no encontrarlo; quiero ir después al centro, a la candelaria, a chapinero, a aspirar un poco el olor de la marihuana y de la vida breve, de la música y la libertad y los cuentos, y bajar hasta el sur a escuchar las risas tristes de la pobreza, a respirar el miedo que mueve a luchar, a ser la lucha, a ser la supervivencia y la fuerza de los sin nombre, de los olvidados, quiero ver a un niño sucio correr hacía mi para acariciarme con sus pequeñas manos y jugar conmigo a ser feliz un rato, y que un adolescente despechado me tire piedras que digan esa chica no me quiere, prefiere a los chicos con plata y pistola. Quiero que mi sangre se evapore y suba a las nubes, y que los miércoles cuando llueva se desparrame sobre vuestras cabezas y sintáis mi olor y mi sabor, y así nunca olvidéis que un día os amé, que amé esta ciudad, y quiero ir por las tuberías y ser la sangre que te limpia, la sangre que bebes, la sangre que botas, y acabar en alguna alcantarilla mal diseñada e inundarte cuando llueva.



Quédate mi sangre de recuerdo ahora que voy a estar lejos vagando por la tierra que debería sentir mía, buscando sin éxito arepas con queso, Candelarias y Goliardos, Mayos y Arrieros, Zapatos y Calvos y rubias costeñas y meseras con bocas de sueño, buscando una razón para luchar, un agua de panela, algún punki que baile vallenato, buscando algo tuyo en mi patria, consciente de que he perdido la partida antes de empezar. Pero tranquila muñeca voy a estar bien aunque no lleve sangre en las venas, sé que los amigos que han sobrevivido a mi locura me abrazarán a pesar de sentirme fría, que mi gato lamerá las heridas que me provocas y mi familia me prestará algo de su sangre que es también la mía. Y voy a vivir el tiempo que haga falta sin lo que aquí te dejo, recordando a que sabe el vino y el aceite, a que huelen las mañanas cuando no hay pericos si no pan tumaca, a que suenan los besos de mi madre y cómo es embriagarse y reír con los de toda la vida en los bares de siempre; tal vez le cante una canción triste a mi primer amor o tenga el valor de poner flores en la tumba de mi infancia. Aprenderé a bailar flamenco por ti y te escribiré cartas firmadas con sangre robada, y cuando vuelva tú me devolverás la mía y cada gota me contará las historias que has vivido sin mí, me hablarán de cuántos corazones se han roto en mi ausencia, cuantos positivos han muerto en falso, cuántas monedas de 100 pesitos has negado a un pan, si tus amantes eran mejores que yo y si me has echado de menos.



Pero aún quedan unos días para el adiós y las lágrimas, para cantar As time goes by mientras mi sangre se derrama desde Monserrate. Ahora me esperan días de vino y rosas, bailes de gala y risas ansiosas entre palabras mareadas por la morriña. Todavía te siento bajo mis pies y voy a aprovechar cada segundo a tu lado, voy a beberte, respirarte, fumarte, chuparte, devorarte y besarte; puede que hasta te baile. Y cuando llegue el momento en que el avión comience a despegar, miraré hacía atrás y veré tus lágrimas mezcladas con mi sangre, y comprenderé que a tu manera tú también me has amado.



Siempre tuya,



Mamen
Carmen

jueves, 21 de mayo de 2009

NINFOMANÍA RUTINARIA

Padezco una extraña parafilia
que mi psiquiatra llama "ninfomanía rutinaria",
la cual no ejercito para aplacar pasiones carnales
ni oscuros deseos con besos vacíos
de manos desconocidas,
simplemente busco a Morfeo
en los cálidos brazos de cualquiera
que aplaque unas horas mi insomnio.

Así, cada noche mi disfraz de inocencia
atrae toda clase de cazadores furtivos
que sin éxito me hacen víctima
de sus armas de seducción,
pero cuando creen haberme cazado
se convierten en presas
del fetichismo de mi almohada.

Entonces juego con ellos como una mantis golosa
que cansada de devorar amantes
se deja acunar en sus brazos
para alejar otra noche el fantasma de un amor
que en otros tiempos calentaba mis mañanas.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Baile de ilusiones

Entre Zapatos, Mimos y Mayos
Baila mi corazón infantil
Devanándose los sesos sin sentido
Por caminos retorcidos de silencio.

Todos mis amores imposibles
Se confabulan con los que perdí
Para danzar a ratos en mi memoria
Y me pregunto si así se puede ser feliz.

Ahora, las flores del mal se marchitan,
Chaplin me observa silencioso
Y Cortazar me hace burlas con mirada felina.

El domador de estrellas,
Cansado de aullarle a la luna,
Las guardó en una jaula
2600 metros sobre el nivel del mal,
Y mi mundo baila a oscuras
Sin buscar ya razones o verdad alguna.

Y en mi boca se pudren
Tristes besos y te quieros
Ansiosos por encontrar un dueño
Para escapar de mis labios
Confusos y locos de sueño,
Pero no encuentro ni Ottos ni grullas
Para hacer real mi cuento.

jueves, 14 de mayo de 2009

Copenhague

Anna nunca se sintió en casa. Tal vez porque nunca se había enamorado, y cuando una es una romántica empedernida necesita enamorarse para sentirse en casa. Era una extraña en su casa y una extranjera en su país, así que un día, cansada de no encajar, decidió buscar un lugar en el mundo donde sentirse en casa.
Tenia toda la vida por delante, el extenso mundo a sus pies y el valor para marcharse, pero el miedo a llegar la paralizó unos días. Aún así, metió en una mochila algo de ropa, un par de libros y se compró un mapamundi y dos paquetes de pegatinas: unas rojas, que iría pegando en los países que ya hubiera visitado, y otras azules, que reservaría para el país en el que se sintiera en casa.
Decidió empezar por Lisboa, tal vez porque estaba cerca, tal vez porque el nombre le sonaba bien. Acordó ir en tren, pues aunque su plan fuera recorrer el mundo, le daban miedo los aviones. Aún así, cuando el tren comenzó a caminar, sintió un extraño vértigo. Lisboa era una ciudad rara, que le hacía tener recuerdos de cosas que no había vivido. Cada día, desde el viejo tranvía que tanto le gustaba, observaba a la gente pasar, imaginando de quién le gustaría enamorarse, cómo y donde, con todo lujo de detalles. Si hubiera escrito todas esas historias que imaginaba, ni la mismísima Corin Tellado hubiera podido hacerle sombra. Un día, al bajar del tranvía, un artista callejero con la cara completamente camuflada por un complicado maquillaje le regaló una grulla de papel. Ana rebuscó una moneda en sus bolsillos, pero aquel chico de ojos negros le sonrió y se fue por donde había venido. Ana miró la pequeña grulla, pensando en aquellos ojos negros y preguntándose qué se ocultaría bajo la densa capa de maquillaje. Desde aquel día, siempre que bajaba del tranvía lo buscaba sin éxito entre la multitud, intentando encontrar sus ojos, pero eso no pasó. Además, por mucho que lo intentó, no consiguió sentirse en casa. Intentó con todas sus fuerzas hacer suyas aquellas calles, aquellas caras, pero no lo consiguió. Así que al cabo de dos meses se fue a Paris. Allí se enamoró del Louvre, de Notre Damme, del Sacre Coeur, del puente de los pintores y del barrio latino. Una tarde, sentada en la terraza de su café favorito jugueteaba con sus pegatinas azules, intactas. Pero de repente, lo vio, y comprendió que a partir de ese día el mundo que ella se empeñaba en recorrer iba a girar de manera diferente. Él corría entre la gente, y parecía que nunca le hubieran enseñado a andar; pero ella lo vio pasar muy despacio, como a cámara lenta. Y él la miró con unos ojos negros, agitados, y durante un instante paró de correr para conversar con los ojos curiosos que lo miraban desde la mesa de un café. El tiempo, del que él siempre huía, se detuvo y ambos sonrieron; Ana supo que aquel chico era el dueño de los ojos que tanto tiempo buscó en Lisboa. Sintió ganas de seguirlo, de correr detrás de él, pero sus piernas no respondieron, pues pensó que no podía empezar ahora a perseguir desconocidos solo porque consiguieran detener el mundo. Antes de que se diera cuenta él se perdió entre el tumulto, dejando solo una grulla caída en la acera, que Ana guardó junto con sus pegatinas azules.
En Paris tampoco puso la pegatina azul. No le gustaron los franceses y no encontró más grullas, así que pasadas unas semanas, cogió un avión hacia Londres. Poco a poco, empezó a acostumbrarse a volar, aunque el despegue le seguía suponiendo una tortura. Se embriagó de aquella ciudad, que respiraba vida en cada esquina. Se empapó de todo lo que allí había, paseó por sus calles, y consiguió trabajo como profesora de español. Cada día, se perdía entre los millones de personas de todas las razas que se mezclaban en un ir y venir frenético, dejándose llevar. Le encantaban los autobuses de Londres, esos gigantes rojos. Un día, cuando iba en el autobús hacia el trabajo, miró por la ventanilla y ahí estaba el chico de las grullas en un autobús paralelo al suyo, escribiendo algo en la empañada ventanilla. “Otto”. Sonrió, y se señaló a si mismo. Con un gesto, le preguntó su nombre. Ana aprovechó el vaho de un suspiro para escribir en su ventanilla: “Ana”. El autobús de Otto arrancó antes de que se atreviera a dibujar un corazón debajo de su nombre. Y es que no hay nada eterno, y mucho menos el amor cuando es cobarde. No volvió a verlo.
Disfrutó cada día y cada paso en Londres, pero allí tampoco había un lugar para ella. No sabia explicar porqué, pero sintió que sus pegatinas azules debían seguir intactas.
Una amiga le habló de Copenhague. Le dijo que aquella era una mágica e inolvidable, así que Ana empacó sus cosas una vez más y se dirigió a Dinamarca. La vida allí era como en el Tivoli, el parque de atracciones más famoso del mundo. La corriente le enseñaba el camino, y la lluvia era la más hermosa que hubiera visto nunca. Encontró trabajo en un café de la estación de tren. Allí cada día, cuando acababa su turno, se sentaba un instante a observar el tránsito de vidas envidiándolas por tener marcado un camino, y con un cigarrillo y un café jugueteaba con sus dos grullas, imaginando cómo sería la voz de Otto, y las historias que podrían vivir juntos.
Una vez más, el azar jugó a su favor. O eso creyó ella cuando una noche Otto se sentó en la mesa 7 del café. Lo atendió como a un cliente cualquiera, pero en sus ojos se podía ver la tormenta que la removía por dentro al preguntar que si quería más azúcar. Otto hizo una grulla japonesa con su servilleta, y en una esquinita escribió “Ana”. Cuando salió, Ana guardó la grulla en su bolsillo, maldiciéndose por no tener el valor para decirle algo más profundo que “su vuelta, gracias”. Lo que Ana no sabía todavía es que aquella grulla no era cosa del azar, si no del destino.
Durante una semana, todas las noches Otto se sentó en la misma mesa y dejó una grulla con una palabra escrita: Lisboa, Paris, Londres, Capicúa, sonrisa, destino, Viena, adiós. Cuando Ana recogió la última grulla, la del adiós, el corazón le dio un vuelco, y deseó poder volver atrás para decirle a Otto que no se fuera, que aún no tenía suficientes grullas. Pero definitivamente, Otto se había ido.
Al día siguiente, Ana pasó toda la noche mirando la puerta de la cafetería, pero Otto no volvió a entrar por ella; ni al día siguiente ni al otro. Los minutos se le escurrían sin fuerza entre los dedos, tan inútiles como sus pegatinas azules, y Copenhague perdió todo sentido. Miraba sus grullas con amargura, pensando en lo que podría haber sido y murió antes de empezar. De repente, se fijó en la grulla número 7. “Viena”. ¿Porqué no? Ya nada la ataba en Copenhague, y las pegatinas azules seguían intactas. Tras un acalorado debate consigo misma, empacó sus cosas, devolvió el uniforme en el café y se montó en el primer tren a Viena. Cuando subió, la prisa no la dejó ver la enorme grulla naranja pintada al lado de la puerta del vagón n º 7.
El miedo de no encontrarlo se disipó en cuanto pisó aquella ciudad. El Danubio, la música, los cuadros, los palacios… la transportaron a otro tiempo, a otra época, y sintió ganas de bailar un vals con Otto a los pies de la catedral. Se olvidó de buscarlo, pues el aire allí la incitaba a vagar sin rumbo ni motivos entre la magia de las calles, hasta que un día que paseaba por la orilla del Danubio, las vio. Varias docenas de grullas de colores flotaban alegremente por el río. Contuvo la respiración y miró a todos lados, buscando a Otto. Tenía que ser él, el azar no era tan creativo. Por más que buscó no lo vio, así que echó a correr río abajo, detrás de las grullas, para pescar alguna.
“Nunca dejes de buscarme” repetían una tras otra las frenéticas y mojadas grullas con la letra de Otto. “¿Qué no deje de buscarte, Otto? No hago otra cosa, y tú te me escapas. Si me quisieras, me esperarías quieto; ya no quiero más grullas, yo solo quiero verte a ti” le gritó Ana a un Otto invisible, inexistente. Siguió las grullas por la orilla, con la esperanza de encontrarle al final del camino que marcaba la corriente. Una vez más se le hizo de noche, y Otto no apareció. Dejó ir a las grullas, se dejó ir ella, con sus pegatinas azules aún sin estrenar, con sus bolsillos vacíos ya de sueños y con la frente marchita.
Esta vez trabajó como ayudante de cocina en un restaurante español. Le hacía gracia la ironía, por primera vez en su vida se sintió española en aquella minúscula cocina pelando patatas y cebollas. Se apuntó a clases de pintura, de danza, de piano. La vida en Viena hubiera sido deliciosa de no ser por las grullas que la esperaban debajo de la cama para recordarle lo que no había podido tener. Aún así, su estancia allí se alargó más de lo normal, pues ahora que no encontraba a Otto, el mundo podía esperar.
Un día, en la cocina del restaurante, la pequeña televisión que nadie miraba llamó su atención por primera vez en mucho tiempo: el rótulo del noticiero rezaba: “un mundo para ver: IX festival iberoamericano de teatro, Bogotá”. A Anna se le calló una olla al suelo, causando un gran alboroto, pero no escuchó la riña de su jefe, el agua derramada, la voz de la reportera. En la pantalla, un chico de ojos negros y una camiseta con el dibujo de una grulla japonesa hablaba animadamente; al parecer, era actor, o algo así. Trató de prestar atención, pero solo alcanzó a escuchar palabras sueltas: Europa, obra, oportunidad, pantomima. Se le nubló la vista. “Otto, no puedo seguirte tan lejos. Un mundo para ver… ¿Pero de que me sirve ver el mundo si tú huyes de él? Lo siento Otto, esta vez no puedo buscarte. Ya tengo demasiadas grullas”
Esa noche no pudo dormir. Buscó como loca información sobre Bogotá, sobre el festival, sobre la pantomima, sobre precios de vuelos Viena-Bogotá. ¿Y si no lo encontraba allí? 8 millones de habitantes son demasiados. “2600 metros más cerca de las estrellas”… aquella frase le sonó bien. “De acuerdo Otto, llévame a las estrellas”. No se despidió del y se subió al primer avión que pudo pagar, y comenzó a tomar una tila detrás de otra. 14 horas de avión para alguien con pánico a volar es demasiado, y nadie tenía un valium a mano. No la tranquilizaban ni las grullas que llevaba en una cajita entre sus manos. A mitad del vuelo sintió ganas de pedir que dieran la vuelta, que aquel no era Otto, que estaba cometiendo un gran error; pero ya era tarde.
Tras una interminable agonía, el avión descendió sobre el aeropuerto de El Dorado. Cuando Ana salió de allí, sintió ganas de besar el suelo, y cuando se montó en un taxi rumbo al centro, se dio cuenta de que Bogotá era una ciudad loca; le pareció que morir en un taxi después de haber sobrevivido al avión era demasiado patético. Pero sobrevivió al taxi, aunque siguió sin entender porque el centro estaba en las afueras de la ciudad. Caminó por sus calles, mirando hacia el Monserrate, y la altitud la hacía pararse de vez en cuando a tomar aire.
El centro hervía al ritmo del festival, y por todos lados se iba encontrando con obras de teatro, Cuentacuentos, bailarines, conciertos… pero a Otto no lo vio. Lo buscó incansablemente durante los días que quedaban de festival, y tras la fiesta de cierre, perdió toda esperanza. “¿Qué iba a hacer ella en Bogotá?” se preguntaba mientras bebía aguardiente en un extraño bar en la calle 19. Salió de allí algo tambaleante y comenzó a andar por la Candelaria. Sin saber como había llegado hasta allí, se sentó en una esquina del Chorro de Quevedo a ver pasar a los jóvenes punkeras, a los turistas y a los dilers muy deprisa de un lado a otro, ensimismada, hasta que descubrió una grulla pintada en la pared, junto a una inscripción: “Abre los ojos” Otto había estado allí, y le había dejado un mensaje, de eso estaba segura.
Durante varios días se dedicó a buscarle, pero esta vez de una manera organizada. Empezó buscando en los programas del festival, pero nada. Luego se dirigió a la organización, pero allí la ley de protección de datos le impedía a los secretarios darle esa información. Preguntó en las comisarías y en los hospitales, y sintió que se iba a volver loca. Después de dos semanas desistió, y se dedicó a vagar por las calles de aquella ciudad desconocida, en la que el clima estaba loco y en la que no se veía ni una sola estrella a pesar de estar 2600 metros más cerca de ellas. Encontró refugio en aquel bar de la 19, y cada día iba allí a ahogar sus penas en alcohol y canciones, aunque ellas aprendieron a nadar. A pesar de todo, allí se sentía bien, rodeada de gente estrafalaria y loca, pero adorable. A ratos, sentía ganas de poner una pegatina azul en cada esquina de la ciudad, pero después se acordaba que solo había ido allí a buscar a Otto, y que él se había escapado una vez más, dejando solo otra maldita grulla. Así que los días se le fueron tornando grises, y después de un par de meses decidió irse, tal vez a Buenos Aires, puede que a Lima; ya no le importaba, simplemente vagaría sin rumbo y sin Otto. Decidió coger un autobús rumbo a Ecuador, y desde allí recorrer todo el continente. Fumaba un cigarrillo en la entrada del terminal, hasta que una grulla le calló a los pies. Se quedó paralizada, sin valor para mirar atrás.
Desenvolvió con cuidado la grulla y leyó en voz alta: “1000”
“Según una leyenda japonesa, la persona que hiciera mil grullas de papel vería cumplido un deseo” dijo Otto a su espalda.
“¿Esta es la número 1000?” preguntó en voz baja Ana, sin mirarlo.
“Si. Y se ha cumplido mi deseo” respondió Otto triunfal, sentándose a su lado.
“¿Ah, si? ¿Y cual era?” preguntó Ana mientras desenvolvía por fin sus pegatinas azules. Otto respondió su pregunta con un suave beso en sus labios, que Ana selló con una pegatina azul, y entre risas y besos, decidieron no volver a perderse nunca más. Desde aquel beso, Ana dejo de buscar, y se dedicó a ponerle a Otto pegatinas azules en todos los rincones del cuerpo. Y Otto dejó de correr, pues en los ojos de Ana halló la forma de detener el tiempo.

 

martes, 12 de mayo de 2009

Autorretrato

Idiota, que nunca sabe lo que quiere,
Que cuando lo tiene no sabe verlo
Y cuando lo pierde
Empieza a quererlo.

Boba, como una niña pequeña
Que después de dos palabras
Se pierde y llora,
Para que nadie la vea.

Vacía, como un cuadro sin colores,
Llena de cosas que todos ven
Y que ella ignora
O en su defecto odia.

Romántica camuflada,
Incapaz de decir te quiero
Y de olvidar un solo beso
De los que nunca le han dado.

Triste, como un parque sin columpios,
Como un niño sin sueños,
Triste como los tres tigres,
Tal vez por naturaleza.

Impaciente como el primer beso,
Pesimista como los cementerios,
Loca como un cencerro.

Absurda como el arte moderno,
Nostálgica como el Pop Art,
Tonta como las cartas que nunca envía.

Pérdida como una brújula sin imán,
Dulce como el vinagre,
Apátrida como los exiliados.

Prescindible como los dedos de los pies,
Creativa como la producción en cadena,
Innombrable como lo desconocido.

Nada más y nada menos que lo que ves,
Tal vez no me creas,
Pero no tengo otra cosa que ofrecer.

domingo, 10 de mayo de 2009

Odio

Odio este sábado. Llevo odiándolo tal vez desde antes de que llegara. Lo odio casi tanto como a los caracoles. Debí decírtelo antes, odio a los caracoles. Pero me dio vergüenza, ibas a pensar que soy una loca desalmada. Pero ya no me importa, y te grito ahora: Odio los sábados, Odio los caracoles y Odio las pegatinas de las chocolatinas. Si, porque te tienen que venir a recordar todo lo que tratas de olvidar. Que irónico, ¿no? Que sea la pegatina de una llama la que te haga entender porque estás odiando un sábado que en principio era perfecto. Y si odio este sábado es justo por esto, por esta madrugada y esta necesidad de escribir y permanecer despierta ahora que sé que nunca va a volver la persona que me hacia estar despierta un sábado como este. Porque no va a volver, y eso lo sé, y lo odio por eso. Así que me corrijo una vez más: odio los sábados, odio los caracoles, odio las pegatinas de las chocolatinas, odio a las llamas y sobre todo odio no poder dormir sin antes, aunque sea un instante, pensar en ti.

lunes, 4 de mayo de 2009

Sin Remedio

Lo reconozco, estoy llorando.
Pero no lloro por tí,
ni por mí,
ni por la lluvia que me mantiene encerrada.
Lloro por mis sueños,
que ya no saben dónde van.
Por mi "sin remedio"
y mi falta de inspiración.
Por mis musas sádicas
y mi cama austera,
porque no soporto ni mis obligaciones
ni mis momentos de ocio;
no tengo un sitio al que volver
ni una razón por la que quedarme,
un abrazo de consuelo
o un zarandeo de reproche.
Lloro tambien
por mi reputación y mi inteligencia,
ahora que me han olvidado.
Lloro por las lágrimas que provoco
y por las que nunca he provocado,
por los labios que ya no toco
y por los que nunca he besado.
Pero sobre todo lloro por el tiempo,
que últimamente me está matando:
cuando quiero detenerlo se me escapa,
y cuando quiero que corra se queda estancado,
no va ni para atrás ni para alante,
y se muere quieto entre mis manos







(Y ahora lloro porque estoy tan grave que hasta he empezado a rimar...)

CINTURÓN FOTÓNICO

No es justo.
Estoy escribiendo con los ojos cerrados
porque no soy capaz de dejar
que las lagrimas salgan.
No por ti, no por nada.
Si lloras que sea por algo.
Y si, hay algo por lo que llorar.
Este vacío que siento,
esta opresión en el pecho,
la sensación de ser ridículamente tonta,
de estar encogiendo,
quien sabe si llegaré a desaparecer.
No estaría mal desaparecer
como tu has hecho,
y no encontrarme ahora que no te encuentro a ti.
Me he perdido por alguien
que ni siquiera debe recordar ya mi nombre,
y la distancia milimétrica
que separaba nuestras pieles por las noches
ahora me parece un abismo insalvable,
un camino sin retorno, sin salida.
Me he quedado atrapada entre el silencio y la duda.
No se si no morirme nunca mas o si seguir asi de muerta,
como siempre había estado
hasta que tu apareciste
y me hiciste sentir que podría vivir por mi misma,
pero ahora todo parece mentira,
ni un simple hola como estas
significa más que todas mis palabras,
pues es tu manera de decir olvídalo,
nada era verdad, solo necesitaba un poco de calor y de cobijo.
No quiero amor, no quiero pasión ni palabras bonitas.
No quiero luz de luna ni estrellas que iluminen mi cama.
Solo quiero la verdad, saber el porqué de tus actos,
pues yo si sé el porque de los míos, y se llama soledad.
Pero se que no importa ya lo que pasó,
que el tiempo lo arrastrará todo
y que en 2012 no seremos si no estatuas de hielo,
y por eso yo he decidido empezar a congelarme ya,
y no quiero seguir teniendo el corazón tan rojo,
solo quiero que me digas “por favor no escribas más”,
y prometo dejar de hacerlo,
y dejar de buscarte en otros labios,
pues mi ninfomanía pasajera del viernes
solo trataba de curarme de tus manos.

domingo, 3 de mayo de 2009

La muerte de Supernova...


“Una supernova es una explosión estelar que produce objetos muy brillantes en la esfera celeste, de ahí que se les llamase inicialmente nova, ya que muchas veces aparecían donde antes no se observaba nada. Las supernovas dan lugar a destellos de luz intensísimos que pueden durar desde varias semanas a varios meses. Se caracterizan por un rápido aumento de intensidad hasta alcanzar un pico, para luego decrecer en brillo de forma más o menos suave hasta desaparecer completamente.” Si, es lo malo de las supernovas. Su brillo es tan intenso que a veces puede cegarnos o hacernos dependientes de él.Las supernovas son hermosas, y hay que aprovecharlas mientras duran, pero hay que ser conscientes de que está en su naturaleza apagarse, lentamente, y asumir que llega un punto en el que el núcleo ya no puede seguir consumiéndose a si mismo, y es mejor dejarlas ir, pues algo tan hermoso no merece volverse triste o forzado al final.Yo llevo varios meses obligandome a seguir brillando, a no dejarme morir como supernova, para poder seguir alumbrándote a ti, pero ya no puedo más, llevo fundida demasiado tiempo.
Asi que hoy me despido, vuelvo a ser solo M, y ya no brillaré más, al menos no de la misma forma. Y por fin tú, podrás iluminar tu propio camino, sin depender de la luz que un día me diste y que hoy muere despues de una lenta agonía.

“LA MEMORIA ES LO QUE QUEDA CUANDO TODO SE HA OLVIDADO”

Me reinvento nuestra historia
Buscando un final alternativo,
Porque me gustan los finales abiertos,
Los finales felices y tristes
Y los finales interminables,
Pero no los finales sin principio.
Así que busco la manera de que te quedaras
O de irme contigo.
De repente estamos aterrizando juntos en Londres
Y a los cinco minutos
Decido que te quedas para siempre atado a mi cama.
Me invento que nunca viniste aquí,
Y también que me besaste con odio
Cuando te eché de mi casa.
Que nos conocemos desde niños
Y que nunca me has olvidado.
Que me dedicabas un cuento
Que te habías inventado solo para mi,
Que te reías de verme llorar por ti,
Que me protegías de todo,
Que me buscabas bajo la lluvia para llevarme a casa,
Que me hacías el amor delante de la chimenea
Y te dormías en mi regazo mientras te acariciaba el pelo.
Pero te has ido con un adiós vacío, inconcluso.
Yo odio esa palabra.
Prefiero un hasta luego,
Pero aunque no lo dijeras,
No crees en un luego para nosotros.
Tiene lógica, para que haya un luego tiene que haber un antes.
Puede que por eso haya sido tan intenso,
Tan perfecto, porque no le ha dado tiempo a estropearse.
Nuestra historia murió antes de nacer
Y por eso tendrá un cadáver hermoso.
Un bonito recuerdo.
Pero me sigo preguntando si no hubiéramos
Podido ser algo más que eso.
Si hubiésemos sido capaces
De querernos o de odiarnos,
De desgastarnos de tanto roce
O de entendernos sin decir nada.
Pero nada de esto lo sabremos nunca,
Y ni siquiera soy capaz de imaginármelo.
Dicen que la memoria es lo que queda
Cuando todo se ha olvidado,
Y lo nuestro no podrá vivir en nuestra memoria
Porque no tenemos siquiera
Algo que olvidar.

FECHA CADUCADA

Cuando hago la compra,
Reviso cuidadosamente la fecha de caducidad de los productos.
Me gusta saber que lo que compro va a durarme al menos
El tiempo suficiente para aburrirme.
Cuando te vi, comprobé que te caducabas en pocos días,
Pero no me importó, porque no estabas a la venta.
Un día te regalaste y aunque creí que no necesitaba una almohada mimosa
Te traje a mi casa porque la sociedad consumista
Nos hace encapricharnos de cosas que no necesitamos.
Así que te acomodé en mi cama y te dejé hacer tu trabajo.
Aunque sabíamos que el sexo provoca cariño,
No nos importó, y jugábamos a encontrarnos por casualidad
Como si hubiésemos llegado a separarnos,
Y comenzamos a acostumbrarnos;
Yo me acostumbré a que me dijeras que no ibas a volver
Y tú te acostumbrarte a colarte detrás de mi cuando abría la puerta.
Me pintaste unas alas rotas,
Y casi consigues hacerme creer que podía volar.
Hoy te has caducado,
Y aunque antes que saber tu nombre supe tu fecha de caducidad
Me ha pillado por sorpresa.
Tal vez no recordé que hoy era 29,
Porque desde que llegaste el tiempo pasó a un segundo plano.
A lo mejor simplemente pensé que si fingía que no iba a pasar
Tú te olvidarías de caducarte,
Pero las almohadas tenéis buena memoria.
Así que a la hora prevista del día acordado,
Te has caducado en mi puerta sin tiempo para un último beso.
Yo no he sabido que hacer ni que decir,
Y sin mirarte he cerrado la puerta,
Consciente de que esta vez no volverás a entrar por ella.
Cuatro noches exactas, con sus amaneceres,
Las mañanas y algunas tardes.
No tendría que haberte comprado
Pues aunque tu etiqueta dijera lo contrario,
Nada es gratis en estos grandes almacenes,
Y ahora tengo que pagarte a plazos
Porque no tengo suficientes ganas de llorar
Para pagar al contado tu partida.
Te has ido sin dejar siquiera tu olor,
Aunque quisiste dejarme el olor de otro.
Tengo aquí tu etiqueta y un caramelo de mandarina,
Pero no me gustan las mandarinas
Ni las etiquetas caducadas.
Me has dejado sin sabanas y sin el arriero,
Pérdida entre todas las preguntas
Que nunca contestabas
Y las respuestas a preguntas que nunca te hice.
Te has caducado, y ya no se puede hacer nada.
Ni siquiera puedo llorar,
Pues solo se tiene el derecho a llorar
Cuando las cosas se caducan sin avisar,
Y ambos estábamos avisados desde un principio.
Sé que para ti también ha sido triste caducarte,
Y que no es culpa tuya,
Pero aún así estoy enfadada contigo
Por haberme enseñado a necesitarte.
Debería dormir,
Pero me faltas tú sobre la cama,
Así que saldré a comprar
Las cosas que no necesito
Con una lista de cuándo quiero que se caduquen,
Para que sea yo quién decida cuando las dejo de necesitar.

domingo, 29 de marzo de 2009

DE CÓMO ME ENAMORÉ DE UN ZAPATO

Yo siempre he sido una zapatilla normal, no demasiado bonita ni cómoda, ni con grandes alardes de grandeza. Caminaba siempre por ahí sola, con los cordones desabrochados, hasta que un día otra zapatilla los ató a los suyos, y entonces todo pareció marchar mejor, como si me hubieran puesto unas plantillas nuevas.

Pero yo soy una zapatilla con sueños e inquietudes y un día desaté de nuevo mis cordones y crucé el mundo buscando nuevas aventuras y dejando atrás a mi zapatilla querida.

En el nuevo mundo encontré zapatillas increíbles con cordones sorprendentes, con las suelas gastadas de tanto caminar, siempre dispuestas a bailar y que me aceptaron a pesar de ser una zapatilla diferente. Conocí botas guerrilleras, zapatillas tiradas en la calle, elegantes sandalias y alpargatas indígenas.

Pero un día, sin darme cuenta ni entender porque, me enamoré de un zapato. A mi nunca me han gustado los zapatos, no están hechos para mi. Pero este zapato era tan especial… A zapato le gustaba la forma en que pronunciaba la Z al decir su nombre. Y a mi me gustaba todo de aquel zapato. Me gustaba su cuero desgastado y salvaje, sus suelas de goma y sus cordones raídos. Me gustaban sus plantillas, suavecitas y dulces, y su lengüeta afilada y culta. Pero lo único que yo sabía hacer por ese zapato era decir su nombre para verla sonreír.

A pesar de ello comencé a ir cada día a la zapatería, donde miraba a mi zapato inalcanzable el escaparate que alumbraba con luz propia. Raras veces el zapato se fijaba en mi, pues a su alrededor había demasiados zapatos hermosos listos para hacer pareja con ella. Era imposible que se fijara en una vulgar zapatilla como yo.

Mis costuras empezaron a aflojarse de tanto desamor y mi zapatilla compañera me esperaba al otro lado del mundo. Pero yo no quería regresar, pues me pasaba los días esperando el más mínimo gesto de zapato para dejarlo todo para caminar a su lado.

Pero eso nunca ocurrió. Yo no podía entender porque los zapateros no aceptan que una pareja pueda estar formada por un hermoso zapato y una triste zapatilla.

Con el tiempo, empecé a aceptar que mi vida que mi vida y el mundo no podían cambiar, que los zapatos seguirían siendo zapatos y a las zapatillas nos tocaría conformarnos con encontrar una zapatilla a juego con nosotras pues las piezas deben encajar, y por lo visto a los pies no les gusta tener dos zapatos izquierdos o con cordones del mismo color. Mi destino era el de cualquier otra zapatilla de lona, y no había cabida para zapatos en ella. Tras asumir este hecho, todo comenzó a ser más sencillo, pero también mas triste y gris. Volví a mi mundo de zapatillas homogéneas que se juntaban entre sí para no desconjuntar el par. Yo seguía teniendo a mi zapatilla a juego que me adoraba a pesar de mi melancolía. No es que yo no fuera feliz con él, es que siempre quise saber lo que sería caminar junto a aquel zapato soberbio, aunque solo fuera una vez.

Y todavía, después de tanto tiempo, algunas noches me asomo a la ventana y grito con fuerza su nombre, por si acaso al oírlo vuelve a sonreír para mi.



La soledad

La soledad
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