jueves, 28 de mayo de 2009

Querida Bogotá

Antes de irme, quiero dejar un poco de mí en ti, y tras pensarlo mucho he llegado a la conclusión de que lo mejor será saltar desde Monserrate, llenarte con mi sangre y mis sueños y mi olor, impregnarlo todo de mi, para quedarme siempre en todos y cada uno de tus habitantes, en tus esquinas, en tus avenidas, en el Transmilenio, en los bares, en el humo, en la muerte, en las fuentes, los colectivos, las invasiones, los gamines, se va a hacer romper, las iglesias, la fe ajena, el ruido, las nubes; volar sobre las nubes de este cielo confuso e indeciso, y ser un poco de lluvia y de sol, un poco de frío y de viento, y rozar los rostros de millones de personas anónimas que van siempre sin rumbo vagando por este laberinto de carreras, de taxis, de manos, de ojos, de lenguas, de miedo, de risas y flores, y ser también los 100 pesitos para un pan, y el cuchillo que rompe la noche, y la ambulancia inútil a 200 por hora, y estar en el sabor del tinto, del chocorramo, de la yuca, de un águila bien fria, del aguardiente, del arroz con lentejas, y en el olor de la aromática, de la basura derramada, de los perros, de los parques, de las hojas, de los cigarrillos; quiero ser el humo de un piel roja, fuerte, negro, libre, disperso, derramándose en los pulmones y la saliva de una bonita mujer con los pies llenos de rumba y las manos llenas de tristeza, y quiero ser la barraquera de sus ojos, tal vez el fruto de su vientre, tal vez sus grititos por las noches, y después quiero volverme un gato y escaparme por los tejados, a oler mi propia sangre derramada desde Monserrate, a cortarme las venas con poesías impregnadas de alcohol y cocaína, a saborear la noche y el sexo, las estrellas ocultas, la luna agonizante, vagar por los tejados del norte y escuchar el ruido vacío del dinero, oler la inexistencia de las vidas tan llenas que quedan ahogadas en champagne y soledad, buscar el amor dentro de los carros caros y los vestidos de boutique y no encontrarlo; quiero ir después al centro, a la candelaria, a chapinero, a aspirar un poco el olor de la marihuana y de la vida breve, de la música y la libertad y los cuentos, y bajar hasta el sur a escuchar las risas tristes de la pobreza, a respirar el miedo que mueve a luchar, a ser la lucha, a ser la supervivencia y la fuerza de los sin nombre, de los olvidados, quiero ver a un niño sucio correr hacía mi para acariciarme con sus pequeñas manos y jugar conmigo a ser feliz un rato, y que un adolescente despechado me tire piedras que digan esa chica no me quiere, prefiere a los chicos con plata y pistola. Quiero que mi sangre se evapore y suba a las nubes, y que los miércoles cuando llueva se desparrame sobre vuestras cabezas y sintáis mi olor y mi sabor, y así nunca olvidéis que un día os amé, que amé esta ciudad, y quiero ir por las tuberías y ser la sangre que te limpia, la sangre que bebes, la sangre que botas, y acabar en alguna alcantarilla mal diseñada e inundarte cuando llueva.



Quédate mi sangre de recuerdo ahora que voy a estar lejos vagando por la tierra que debería sentir mía, buscando sin éxito arepas con queso, Candelarias y Goliardos, Mayos y Arrieros, Zapatos y Calvos y rubias costeñas y meseras con bocas de sueño, buscando una razón para luchar, un agua de panela, algún punki que baile vallenato, buscando algo tuyo en mi patria, consciente de que he perdido la partida antes de empezar. Pero tranquila muñeca voy a estar bien aunque no lleve sangre en las venas, sé que los amigos que han sobrevivido a mi locura me abrazarán a pesar de sentirme fría, que mi gato lamerá las heridas que me provocas y mi familia me prestará algo de su sangre que es también la mía. Y voy a vivir el tiempo que haga falta sin lo que aquí te dejo, recordando a que sabe el vino y el aceite, a que huelen las mañanas cuando no hay pericos si no pan tumaca, a que suenan los besos de mi madre y cómo es embriagarse y reír con los de toda la vida en los bares de siempre; tal vez le cante una canción triste a mi primer amor o tenga el valor de poner flores en la tumba de mi infancia. Aprenderé a bailar flamenco por ti y te escribiré cartas firmadas con sangre robada, y cuando vuelva tú me devolverás la mía y cada gota me contará las historias que has vivido sin mí, me hablarán de cuántos corazones se han roto en mi ausencia, cuantos positivos han muerto en falso, cuántas monedas de 100 pesitos has negado a un pan, si tus amantes eran mejores que yo y si me has echado de menos.



Pero aún quedan unos días para el adiós y las lágrimas, para cantar As time goes by mientras mi sangre se derrama desde Monserrate. Ahora me esperan días de vino y rosas, bailes de gala y risas ansiosas entre palabras mareadas por la morriña. Todavía te siento bajo mis pies y voy a aprovechar cada segundo a tu lado, voy a beberte, respirarte, fumarte, chuparte, devorarte y besarte; puede que hasta te baile. Y cuando llegue el momento en que el avión comience a despegar, miraré hacía atrás y veré tus lágrimas mezcladas con mi sangre, y comprenderé que a tu manera tú también me has amado.



Siempre tuya,



Mamen
Carmen

jueves, 21 de mayo de 2009

NINFOMANÍA RUTINARIA

Padezco una extraña parafilia
que mi psiquiatra llama "ninfomanía rutinaria",
la cual no ejercito para aplacar pasiones carnales
ni oscuros deseos con besos vacíos
de manos desconocidas,
simplemente busco a Morfeo
en los cálidos brazos de cualquiera
que aplaque unas horas mi insomnio.

Así, cada noche mi disfraz de inocencia
atrae toda clase de cazadores furtivos
que sin éxito me hacen víctima
de sus armas de seducción,
pero cuando creen haberme cazado
se convierten en presas
del fetichismo de mi almohada.

Entonces juego con ellos como una mantis golosa
que cansada de devorar amantes
se deja acunar en sus brazos
para alejar otra noche el fantasma de un amor
que en otros tiempos calentaba mis mañanas.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Baile de ilusiones

Entre Zapatos, Mimos y Mayos
Baila mi corazón infantil
Devanándose los sesos sin sentido
Por caminos retorcidos de silencio.

Todos mis amores imposibles
Se confabulan con los que perdí
Para danzar a ratos en mi memoria
Y me pregunto si así se puede ser feliz.

Ahora, las flores del mal se marchitan,
Chaplin me observa silencioso
Y Cortazar me hace burlas con mirada felina.

El domador de estrellas,
Cansado de aullarle a la luna,
Las guardó en una jaula
2600 metros sobre el nivel del mal,
Y mi mundo baila a oscuras
Sin buscar ya razones o verdad alguna.

Y en mi boca se pudren
Tristes besos y te quieros
Ansiosos por encontrar un dueño
Para escapar de mis labios
Confusos y locos de sueño,
Pero no encuentro ni Ottos ni grullas
Para hacer real mi cuento.

jueves, 14 de mayo de 2009

Copenhague

Anna nunca se sintió en casa. Tal vez porque nunca se había enamorado, y cuando una es una romántica empedernida necesita enamorarse para sentirse en casa. Era una extraña en su casa y una extranjera en su país, así que un día, cansada de no encajar, decidió buscar un lugar en el mundo donde sentirse en casa.
Tenia toda la vida por delante, el extenso mundo a sus pies y el valor para marcharse, pero el miedo a llegar la paralizó unos días. Aún así, metió en una mochila algo de ropa, un par de libros y se compró un mapamundi y dos paquetes de pegatinas: unas rojas, que iría pegando en los países que ya hubiera visitado, y otras azules, que reservaría para el país en el que se sintiera en casa.
Decidió empezar por Lisboa, tal vez porque estaba cerca, tal vez porque el nombre le sonaba bien. Acordó ir en tren, pues aunque su plan fuera recorrer el mundo, le daban miedo los aviones. Aún así, cuando el tren comenzó a caminar, sintió un extraño vértigo. Lisboa era una ciudad rara, que le hacía tener recuerdos de cosas que no había vivido. Cada día, desde el viejo tranvía que tanto le gustaba, observaba a la gente pasar, imaginando de quién le gustaría enamorarse, cómo y donde, con todo lujo de detalles. Si hubiera escrito todas esas historias que imaginaba, ni la mismísima Corin Tellado hubiera podido hacerle sombra. Un día, al bajar del tranvía, un artista callejero con la cara completamente camuflada por un complicado maquillaje le regaló una grulla de papel. Ana rebuscó una moneda en sus bolsillos, pero aquel chico de ojos negros le sonrió y se fue por donde había venido. Ana miró la pequeña grulla, pensando en aquellos ojos negros y preguntándose qué se ocultaría bajo la densa capa de maquillaje. Desde aquel día, siempre que bajaba del tranvía lo buscaba sin éxito entre la multitud, intentando encontrar sus ojos, pero eso no pasó. Además, por mucho que lo intentó, no consiguió sentirse en casa. Intentó con todas sus fuerzas hacer suyas aquellas calles, aquellas caras, pero no lo consiguió. Así que al cabo de dos meses se fue a Paris. Allí se enamoró del Louvre, de Notre Damme, del Sacre Coeur, del puente de los pintores y del barrio latino. Una tarde, sentada en la terraza de su café favorito jugueteaba con sus pegatinas azules, intactas. Pero de repente, lo vio, y comprendió que a partir de ese día el mundo que ella se empeñaba en recorrer iba a girar de manera diferente. Él corría entre la gente, y parecía que nunca le hubieran enseñado a andar; pero ella lo vio pasar muy despacio, como a cámara lenta. Y él la miró con unos ojos negros, agitados, y durante un instante paró de correr para conversar con los ojos curiosos que lo miraban desde la mesa de un café. El tiempo, del que él siempre huía, se detuvo y ambos sonrieron; Ana supo que aquel chico era el dueño de los ojos que tanto tiempo buscó en Lisboa. Sintió ganas de seguirlo, de correr detrás de él, pero sus piernas no respondieron, pues pensó que no podía empezar ahora a perseguir desconocidos solo porque consiguieran detener el mundo. Antes de que se diera cuenta él se perdió entre el tumulto, dejando solo una grulla caída en la acera, que Ana guardó junto con sus pegatinas azules.
En Paris tampoco puso la pegatina azul. No le gustaron los franceses y no encontró más grullas, así que pasadas unas semanas, cogió un avión hacia Londres. Poco a poco, empezó a acostumbrarse a volar, aunque el despegue le seguía suponiendo una tortura. Se embriagó de aquella ciudad, que respiraba vida en cada esquina. Se empapó de todo lo que allí había, paseó por sus calles, y consiguió trabajo como profesora de español. Cada día, se perdía entre los millones de personas de todas las razas que se mezclaban en un ir y venir frenético, dejándose llevar. Le encantaban los autobuses de Londres, esos gigantes rojos. Un día, cuando iba en el autobús hacia el trabajo, miró por la ventanilla y ahí estaba el chico de las grullas en un autobús paralelo al suyo, escribiendo algo en la empañada ventanilla. “Otto”. Sonrió, y se señaló a si mismo. Con un gesto, le preguntó su nombre. Ana aprovechó el vaho de un suspiro para escribir en su ventanilla: “Ana”. El autobús de Otto arrancó antes de que se atreviera a dibujar un corazón debajo de su nombre. Y es que no hay nada eterno, y mucho menos el amor cuando es cobarde. No volvió a verlo.
Disfrutó cada día y cada paso en Londres, pero allí tampoco había un lugar para ella. No sabia explicar porqué, pero sintió que sus pegatinas azules debían seguir intactas.
Una amiga le habló de Copenhague. Le dijo que aquella era una mágica e inolvidable, así que Ana empacó sus cosas una vez más y se dirigió a Dinamarca. La vida allí era como en el Tivoli, el parque de atracciones más famoso del mundo. La corriente le enseñaba el camino, y la lluvia era la más hermosa que hubiera visto nunca. Encontró trabajo en un café de la estación de tren. Allí cada día, cuando acababa su turno, se sentaba un instante a observar el tránsito de vidas envidiándolas por tener marcado un camino, y con un cigarrillo y un café jugueteaba con sus dos grullas, imaginando cómo sería la voz de Otto, y las historias que podrían vivir juntos.
Una vez más, el azar jugó a su favor. O eso creyó ella cuando una noche Otto se sentó en la mesa 7 del café. Lo atendió como a un cliente cualquiera, pero en sus ojos se podía ver la tormenta que la removía por dentro al preguntar que si quería más azúcar. Otto hizo una grulla japonesa con su servilleta, y en una esquinita escribió “Ana”. Cuando salió, Ana guardó la grulla en su bolsillo, maldiciéndose por no tener el valor para decirle algo más profundo que “su vuelta, gracias”. Lo que Ana no sabía todavía es que aquella grulla no era cosa del azar, si no del destino.
Durante una semana, todas las noches Otto se sentó en la misma mesa y dejó una grulla con una palabra escrita: Lisboa, Paris, Londres, Capicúa, sonrisa, destino, Viena, adiós. Cuando Ana recogió la última grulla, la del adiós, el corazón le dio un vuelco, y deseó poder volver atrás para decirle a Otto que no se fuera, que aún no tenía suficientes grullas. Pero definitivamente, Otto se había ido.
Al día siguiente, Ana pasó toda la noche mirando la puerta de la cafetería, pero Otto no volvió a entrar por ella; ni al día siguiente ni al otro. Los minutos se le escurrían sin fuerza entre los dedos, tan inútiles como sus pegatinas azules, y Copenhague perdió todo sentido. Miraba sus grullas con amargura, pensando en lo que podría haber sido y murió antes de empezar. De repente, se fijó en la grulla número 7. “Viena”. ¿Porqué no? Ya nada la ataba en Copenhague, y las pegatinas azules seguían intactas. Tras un acalorado debate consigo misma, empacó sus cosas, devolvió el uniforme en el café y se montó en el primer tren a Viena. Cuando subió, la prisa no la dejó ver la enorme grulla naranja pintada al lado de la puerta del vagón n º 7.
El miedo de no encontrarlo se disipó en cuanto pisó aquella ciudad. El Danubio, la música, los cuadros, los palacios… la transportaron a otro tiempo, a otra época, y sintió ganas de bailar un vals con Otto a los pies de la catedral. Se olvidó de buscarlo, pues el aire allí la incitaba a vagar sin rumbo ni motivos entre la magia de las calles, hasta que un día que paseaba por la orilla del Danubio, las vio. Varias docenas de grullas de colores flotaban alegremente por el río. Contuvo la respiración y miró a todos lados, buscando a Otto. Tenía que ser él, el azar no era tan creativo. Por más que buscó no lo vio, así que echó a correr río abajo, detrás de las grullas, para pescar alguna.
“Nunca dejes de buscarme” repetían una tras otra las frenéticas y mojadas grullas con la letra de Otto. “¿Qué no deje de buscarte, Otto? No hago otra cosa, y tú te me escapas. Si me quisieras, me esperarías quieto; ya no quiero más grullas, yo solo quiero verte a ti” le gritó Ana a un Otto invisible, inexistente. Siguió las grullas por la orilla, con la esperanza de encontrarle al final del camino que marcaba la corriente. Una vez más se le hizo de noche, y Otto no apareció. Dejó ir a las grullas, se dejó ir ella, con sus pegatinas azules aún sin estrenar, con sus bolsillos vacíos ya de sueños y con la frente marchita.
Esta vez trabajó como ayudante de cocina en un restaurante español. Le hacía gracia la ironía, por primera vez en su vida se sintió española en aquella minúscula cocina pelando patatas y cebollas. Se apuntó a clases de pintura, de danza, de piano. La vida en Viena hubiera sido deliciosa de no ser por las grullas que la esperaban debajo de la cama para recordarle lo que no había podido tener. Aún así, su estancia allí se alargó más de lo normal, pues ahora que no encontraba a Otto, el mundo podía esperar.
Un día, en la cocina del restaurante, la pequeña televisión que nadie miraba llamó su atención por primera vez en mucho tiempo: el rótulo del noticiero rezaba: “un mundo para ver: IX festival iberoamericano de teatro, Bogotá”. A Anna se le calló una olla al suelo, causando un gran alboroto, pero no escuchó la riña de su jefe, el agua derramada, la voz de la reportera. En la pantalla, un chico de ojos negros y una camiseta con el dibujo de una grulla japonesa hablaba animadamente; al parecer, era actor, o algo así. Trató de prestar atención, pero solo alcanzó a escuchar palabras sueltas: Europa, obra, oportunidad, pantomima. Se le nubló la vista. “Otto, no puedo seguirte tan lejos. Un mundo para ver… ¿Pero de que me sirve ver el mundo si tú huyes de él? Lo siento Otto, esta vez no puedo buscarte. Ya tengo demasiadas grullas”
Esa noche no pudo dormir. Buscó como loca información sobre Bogotá, sobre el festival, sobre la pantomima, sobre precios de vuelos Viena-Bogotá. ¿Y si no lo encontraba allí? 8 millones de habitantes son demasiados. “2600 metros más cerca de las estrellas”… aquella frase le sonó bien. “De acuerdo Otto, llévame a las estrellas”. No se despidió del y se subió al primer avión que pudo pagar, y comenzó a tomar una tila detrás de otra. 14 horas de avión para alguien con pánico a volar es demasiado, y nadie tenía un valium a mano. No la tranquilizaban ni las grullas que llevaba en una cajita entre sus manos. A mitad del vuelo sintió ganas de pedir que dieran la vuelta, que aquel no era Otto, que estaba cometiendo un gran error; pero ya era tarde.
Tras una interminable agonía, el avión descendió sobre el aeropuerto de El Dorado. Cuando Ana salió de allí, sintió ganas de besar el suelo, y cuando se montó en un taxi rumbo al centro, se dio cuenta de que Bogotá era una ciudad loca; le pareció que morir en un taxi después de haber sobrevivido al avión era demasiado patético. Pero sobrevivió al taxi, aunque siguió sin entender porque el centro estaba en las afueras de la ciudad. Caminó por sus calles, mirando hacia el Monserrate, y la altitud la hacía pararse de vez en cuando a tomar aire.
El centro hervía al ritmo del festival, y por todos lados se iba encontrando con obras de teatro, Cuentacuentos, bailarines, conciertos… pero a Otto no lo vio. Lo buscó incansablemente durante los días que quedaban de festival, y tras la fiesta de cierre, perdió toda esperanza. “¿Qué iba a hacer ella en Bogotá?” se preguntaba mientras bebía aguardiente en un extraño bar en la calle 19. Salió de allí algo tambaleante y comenzó a andar por la Candelaria. Sin saber como había llegado hasta allí, se sentó en una esquina del Chorro de Quevedo a ver pasar a los jóvenes punkeras, a los turistas y a los dilers muy deprisa de un lado a otro, ensimismada, hasta que descubrió una grulla pintada en la pared, junto a una inscripción: “Abre los ojos” Otto había estado allí, y le había dejado un mensaje, de eso estaba segura.
Durante varios días se dedicó a buscarle, pero esta vez de una manera organizada. Empezó buscando en los programas del festival, pero nada. Luego se dirigió a la organización, pero allí la ley de protección de datos le impedía a los secretarios darle esa información. Preguntó en las comisarías y en los hospitales, y sintió que se iba a volver loca. Después de dos semanas desistió, y se dedicó a vagar por las calles de aquella ciudad desconocida, en la que el clima estaba loco y en la que no se veía ni una sola estrella a pesar de estar 2600 metros más cerca de ellas. Encontró refugio en aquel bar de la 19, y cada día iba allí a ahogar sus penas en alcohol y canciones, aunque ellas aprendieron a nadar. A pesar de todo, allí se sentía bien, rodeada de gente estrafalaria y loca, pero adorable. A ratos, sentía ganas de poner una pegatina azul en cada esquina de la ciudad, pero después se acordaba que solo había ido allí a buscar a Otto, y que él se había escapado una vez más, dejando solo otra maldita grulla. Así que los días se le fueron tornando grises, y después de un par de meses decidió irse, tal vez a Buenos Aires, puede que a Lima; ya no le importaba, simplemente vagaría sin rumbo y sin Otto. Decidió coger un autobús rumbo a Ecuador, y desde allí recorrer todo el continente. Fumaba un cigarrillo en la entrada del terminal, hasta que una grulla le calló a los pies. Se quedó paralizada, sin valor para mirar atrás.
Desenvolvió con cuidado la grulla y leyó en voz alta: “1000”
“Según una leyenda japonesa, la persona que hiciera mil grullas de papel vería cumplido un deseo” dijo Otto a su espalda.
“¿Esta es la número 1000?” preguntó en voz baja Ana, sin mirarlo.
“Si. Y se ha cumplido mi deseo” respondió Otto triunfal, sentándose a su lado.
“¿Ah, si? ¿Y cual era?” preguntó Ana mientras desenvolvía por fin sus pegatinas azules. Otto respondió su pregunta con un suave beso en sus labios, que Ana selló con una pegatina azul, y entre risas y besos, decidieron no volver a perderse nunca más. Desde aquel beso, Ana dejo de buscar, y se dedicó a ponerle a Otto pegatinas azules en todos los rincones del cuerpo. Y Otto dejó de correr, pues en los ojos de Ana halló la forma de detener el tiempo.

 

martes, 12 de mayo de 2009

Autorretrato

Idiota, que nunca sabe lo que quiere,
Que cuando lo tiene no sabe verlo
Y cuando lo pierde
Empieza a quererlo.

Boba, como una niña pequeña
Que después de dos palabras
Se pierde y llora,
Para que nadie la vea.

Vacía, como un cuadro sin colores,
Llena de cosas que todos ven
Y que ella ignora
O en su defecto odia.

Romántica camuflada,
Incapaz de decir te quiero
Y de olvidar un solo beso
De los que nunca le han dado.

Triste, como un parque sin columpios,
Como un niño sin sueños,
Triste como los tres tigres,
Tal vez por naturaleza.

Impaciente como el primer beso,
Pesimista como los cementerios,
Loca como un cencerro.

Absurda como el arte moderno,
Nostálgica como el Pop Art,
Tonta como las cartas que nunca envía.

Pérdida como una brújula sin imán,
Dulce como el vinagre,
Apátrida como los exiliados.

Prescindible como los dedos de los pies,
Creativa como la producción en cadena,
Innombrable como lo desconocido.

Nada más y nada menos que lo que ves,
Tal vez no me creas,
Pero no tengo otra cosa que ofrecer.

domingo, 10 de mayo de 2009

Odio

Odio este sábado. Llevo odiándolo tal vez desde antes de que llegara. Lo odio casi tanto como a los caracoles. Debí decírtelo antes, odio a los caracoles. Pero me dio vergüenza, ibas a pensar que soy una loca desalmada. Pero ya no me importa, y te grito ahora: Odio los sábados, Odio los caracoles y Odio las pegatinas de las chocolatinas. Si, porque te tienen que venir a recordar todo lo que tratas de olvidar. Que irónico, ¿no? Que sea la pegatina de una llama la que te haga entender porque estás odiando un sábado que en principio era perfecto. Y si odio este sábado es justo por esto, por esta madrugada y esta necesidad de escribir y permanecer despierta ahora que sé que nunca va a volver la persona que me hacia estar despierta un sábado como este. Porque no va a volver, y eso lo sé, y lo odio por eso. Así que me corrijo una vez más: odio los sábados, odio los caracoles, odio las pegatinas de las chocolatinas, odio a las llamas y sobre todo odio no poder dormir sin antes, aunque sea un instante, pensar en ti.

lunes, 4 de mayo de 2009

Sin Remedio

Lo reconozco, estoy llorando.
Pero no lloro por tí,
ni por mí,
ni por la lluvia que me mantiene encerrada.
Lloro por mis sueños,
que ya no saben dónde van.
Por mi "sin remedio"
y mi falta de inspiración.
Por mis musas sádicas
y mi cama austera,
porque no soporto ni mis obligaciones
ni mis momentos de ocio;
no tengo un sitio al que volver
ni una razón por la que quedarme,
un abrazo de consuelo
o un zarandeo de reproche.
Lloro tambien
por mi reputación y mi inteligencia,
ahora que me han olvidado.
Lloro por las lágrimas que provoco
y por las que nunca he provocado,
por los labios que ya no toco
y por los que nunca he besado.
Pero sobre todo lloro por el tiempo,
que últimamente me está matando:
cuando quiero detenerlo se me escapa,
y cuando quiero que corra se queda estancado,
no va ni para atrás ni para alante,
y se muere quieto entre mis manos







(Y ahora lloro porque estoy tan grave que hasta he empezado a rimar...)

CINTURÓN FOTÓNICO

No es justo.
Estoy escribiendo con los ojos cerrados
porque no soy capaz de dejar
que las lagrimas salgan.
No por ti, no por nada.
Si lloras que sea por algo.
Y si, hay algo por lo que llorar.
Este vacío que siento,
esta opresión en el pecho,
la sensación de ser ridículamente tonta,
de estar encogiendo,
quien sabe si llegaré a desaparecer.
No estaría mal desaparecer
como tu has hecho,
y no encontrarme ahora que no te encuentro a ti.
Me he perdido por alguien
que ni siquiera debe recordar ya mi nombre,
y la distancia milimétrica
que separaba nuestras pieles por las noches
ahora me parece un abismo insalvable,
un camino sin retorno, sin salida.
Me he quedado atrapada entre el silencio y la duda.
No se si no morirme nunca mas o si seguir asi de muerta,
como siempre había estado
hasta que tu apareciste
y me hiciste sentir que podría vivir por mi misma,
pero ahora todo parece mentira,
ni un simple hola como estas
significa más que todas mis palabras,
pues es tu manera de decir olvídalo,
nada era verdad, solo necesitaba un poco de calor y de cobijo.
No quiero amor, no quiero pasión ni palabras bonitas.
No quiero luz de luna ni estrellas que iluminen mi cama.
Solo quiero la verdad, saber el porqué de tus actos,
pues yo si sé el porque de los míos, y se llama soledad.
Pero se que no importa ya lo que pasó,
que el tiempo lo arrastrará todo
y que en 2012 no seremos si no estatuas de hielo,
y por eso yo he decidido empezar a congelarme ya,
y no quiero seguir teniendo el corazón tan rojo,
solo quiero que me digas “por favor no escribas más”,
y prometo dejar de hacerlo,
y dejar de buscarte en otros labios,
pues mi ninfomanía pasajera del viernes
solo trataba de curarme de tus manos.

domingo, 3 de mayo de 2009

La muerte de Supernova...


“Una supernova es una explosión estelar que produce objetos muy brillantes en la esfera celeste, de ahí que se les llamase inicialmente nova, ya que muchas veces aparecían donde antes no se observaba nada. Las supernovas dan lugar a destellos de luz intensísimos que pueden durar desde varias semanas a varios meses. Se caracterizan por un rápido aumento de intensidad hasta alcanzar un pico, para luego decrecer en brillo de forma más o menos suave hasta desaparecer completamente.” Si, es lo malo de las supernovas. Su brillo es tan intenso que a veces puede cegarnos o hacernos dependientes de él.Las supernovas son hermosas, y hay que aprovecharlas mientras duran, pero hay que ser conscientes de que está en su naturaleza apagarse, lentamente, y asumir que llega un punto en el que el núcleo ya no puede seguir consumiéndose a si mismo, y es mejor dejarlas ir, pues algo tan hermoso no merece volverse triste o forzado al final.Yo llevo varios meses obligandome a seguir brillando, a no dejarme morir como supernova, para poder seguir alumbrándote a ti, pero ya no puedo más, llevo fundida demasiado tiempo.
Asi que hoy me despido, vuelvo a ser solo M, y ya no brillaré más, al menos no de la misma forma. Y por fin tú, podrás iluminar tu propio camino, sin depender de la luz que un día me diste y que hoy muere despues de una lenta agonía.

“LA MEMORIA ES LO QUE QUEDA CUANDO TODO SE HA OLVIDADO”

Me reinvento nuestra historia
Buscando un final alternativo,
Porque me gustan los finales abiertos,
Los finales felices y tristes
Y los finales interminables,
Pero no los finales sin principio.
Así que busco la manera de que te quedaras
O de irme contigo.
De repente estamos aterrizando juntos en Londres
Y a los cinco minutos
Decido que te quedas para siempre atado a mi cama.
Me invento que nunca viniste aquí,
Y también que me besaste con odio
Cuando te eché de mi casa.
Que nos conocemos desde niños
Y que nunca me has olvidado.
Que me dedicabas un cuento
Que te habías inventado solo para mi,
Que te reías de verme llorar por ti,
Que me protegías de todo,
Que me buscabas bajo la lluvia para llevarme a casa,
Que me hacías el amor delante de la chimenea
Y te dormías en mi regazo mientras te acariciaba el pelo.
Pero te has ido con un adiós vacío, inconcluso.
Yo odio esa palabra.
Prefiero un hasta luego,
Pero aunque no lo dijeras,
No crees en un luego para nosotros.
Tiene lógica, para que haya un luego tiene que haber un antes.
Puede que por eso haya sido tan intenso,
Tan perfecto, porque no le ha dado tiempo a estropearse.
Nuestra historia murió antes de nacer
Y por eso tendrá un cadáver hermoso.
Un bonito recuerdo.
Pero me sigo preguntando si no hubiéramos
Podido ser algo más que eso.
Si hubiésemos sido capaces
De querernos o de odiarnos,
De desgastarnos de tanto roce
O de entendernos sin decir nada.
Pero nada de esto lo sabremos nunca,
Y ni siquiera soy capaz de imaginármelo.
Dicen que la memoria es lo que queda
Cuando todo se ha olvidado,
Y lo nuestro no podrá vivir en nuestra memoria
Porque no tenemos siquiera
Algo que olvidar.

FECHA CADUCADA

Cuando hago la compra,
Reviso cuidadosamente la fecha de caducidad de los productos.
Me gusta saber que lo que compro va a durarme al menos
El tiempo suficiente para aburrirme.
Cuando te vi, comprobé que te caducabas en pocos días,
Pero no me importó, porque no estabas a la venta.
Un día te regalaste y aunque creí que no necesitaba una almohada mimosa
Te traje a mi casa porque la sociedad consumista
Nos hace encapricharnos de cosas que no necesitamos.
Así que te acomodé en mi cama y te dejé hacer tu trabajo.
Aunque sabíamos que el sexo provoca cariño,
No nos importó, y jugábamos a encontrarnos por casualidad
Como si hubiésemos llegado a separarnos,
Y comenzamos a acostumbrarnos;
Yo me acostumbré a que me dijeras que no ibas a volver
Y tú te acostumbrarte a colarte detrás de mi cuando abría la puerta.
Me pintaste unas alas rotas,
Y casi consigues hacerme creer que podía volar.
Hoy te has caducado,
Y aunque antes que saber tu nombre supe tu fecha de caducidad
Me ha pillado por sorpresa.
Tal vez no recordé que hoy era 29,
Porque desde que llegaste el tiempo pasó a un segundo plano.
A lo mejor simplemente pensé que si fingía que no iba a pasar
Tú te olvidarías de caducarte,
Pero las almohadas tenéis buena memoria.
Así que a la hora prevista del día acordado,
Te has caducado en mi puerta sin tiempo para un último beso.
Yo no he sabido que hacer ni que decir,
Y sin mirarte he cerrado la puerta,
Consciente de que esta vez no volverás a entrar por ella.
Cuatro noches exactas, con sus amaneceres,
Las mañanas y algunas tardes.
No tendría que haberte comprado
Pues aunque tu etiqueta dijera lo contrario,
Nada es gratis en estos grandes almacenes,
Y ahora tengo que pagarte a plazos
Porque no tengo suficientes ganas de llorar
Para pagar al contado tu partida.
Te has ido sin dejar siquiera tu olor,
Aunque quisiste dejarme el olor de otro.
Tengo aquí tu etiqueta y un caramelo de mandarina,
Pero no me gustan las mandarinas
Ni las etiquetas caducadas.
Me has dejado sin sabanas y sin el arriero,
Pérdida entre todas las preguntas
Que nunca contestabas
Y las respuestas a preguntas que nunca te hice.
Te has caducado, y ya no se puede hacer nada.
Ni siquiera puedo llorar,
Pues solo se tiene el derecho a llorar
Cuando las cosas se caducan sin avisar,
Y ambos estábamos avisados desde un principio.
Sé que para ti también ha sido triste caducarte,
Y que no es culpa tuya,
Pero aún así estoy enfadada contigo
Por haberme enseñado a necesitarte.
Debería dormir,
Pero me faltas tú sobre la cama,
Así que saldré a comprar
Las cosas que no necesito
Con una lista de cuándo quiero que se caduquen,
Para que sea yo quién decida cuando las dejo de necesitar.

La soledad

La soledad
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