martes, 13 de octubre de 2009

UN POCO DE SAL

Llevaba ya un buen rato mirando el techo, consciente de que algo iba mal, de que algo no encajaba, y de repente comprendió que lo que la molestaba y le estaba amargando la tarde era no tener vecinos debajo, conformarse con pisar cimientos y no vidas ajenas. No, definitivamente no le gustaba vivir en la planta baja, vivir allí suponía restricciones, pequeñas pérdidas casi imperceptibles pero innegables de libertad, como no poder pasear desnuda con las ventanas abiertas las mañanas de resaca o asomarse a la ventana de madrugada, fumando y balanceándose adelante y atrás sobre el abismo para mezclarse con la noche y sentir el vértigo, la emoción ante la perspectiva de una fatal caída, y tal vez poder después volver a subir a contemplar trocitos de su propio cuerpo desparramados por la calle, “!Mira aquel dedo! Justo allí, entre la papelera y la mierda del perro”; le gustaría poder perderse en apreciaciones sobre la textura del cerebro, su composición, comprobar si en la viscosidad repulsiva de su tacto encontraba al fin alguna respuesta, y a lo mejor ver también un gato jugando con su pie izquierdo como con un ovillo de lana, arrastrándolo por todo el barrio con las venas y los tendones colgando detrás. Si hubiese vivido un poco más arriba (un primer piso hubiera sido suficiente) estaría pensando todo esto sentada en el borde de la ventana, muerta de risa al comprobar que el problema era que no vivía en una planta baja, y que si fuera así todo sería más fácil, y podría pasearse desnuda por las noches de borrachera sabiendo que desde la calle podían verla y asomarse a la ventana por las mañanas a mirar las nubes sin sentir el vértigo en la boca del estómago. Le acaba de quedar claro que todo eso de vivir en una planta baja era un fallo, hipótesis desestimada, tres meses de investigación científica y observación participativa mandados al carajo en el breve tramo de tiempo que tardan las neuronas en realizar una sinapsis satisfactoria; para esto debe ser que evolucionamos, para alcanzar esta involución del pensamiento coherente y las grandes ideas. Es evidente que iba a dar lo mismo vivir en el sótano que en la azotea, el problema era otro, probablemente las rejas de las ventanas, al fin y al cabo aquello se parecía demasiado a una prisión, solo que hoy por hoy la cicuta no llegaba, terrible decepción. No lo soportó más y en una carrera caótica fue de una habitación a otra subiendo las persianas, cerrando las cortinas, abriendo una para cerrar otra como en un sube y baja, hasta que ya no pudo más y se sentó en el suelo con la cabeza apoyada en el sofá, la respiración entrecortada, la sangre golpeando en las sienes bañadas en sudor frío. Al instante otra revelación, otra risa abierta y triunfal, con la alegre certeza de que volvería a equivocarse. Esta vez la hipótesis no estaba enfocada a la altitud ni la forma, si no a la finalidad, el eje del problema. Las ventanas no estaban ahí para ella, si no más bien ella estaba ahí para las ventanas. No era ella asomándose a la ventana, no era ella mirando la calle, era la ventana asomándose a ella, la calle observando-la incansablemente, sin excepción, llueva truene o nieve. No importa si hay café caliente, ya no puedes seguir escondiéndote dentro de la taza o tras el humo del cigarrillo, ahora estás desnuda, expuesta, como una mariposa pinchada en un corcho con unas pequeñas anotaciones al lado, su nombre científico en un papelito y sus alas abiertas en todo su esplendor, mostrando su magia inútil ya, en silencio, callada para siempre en aquella lenta prisión corcho que no descansaba, y los ojos curiosos, el Voyeur incansable, el número de circo ensayado una y mil veces para poder improvisarlo cada vez, para que la gente aplaudo o abuchee según les haya ido el día, no es lo mismo que te pille una tormenta sin paraguas que haberte pasado la mañana entera haciendo el amor…
Y así se pasaban los días, devorándose unos a otros sin compasión ni paciencia, esclavos del tiempo y su tic-tac, tic-tac, el cocodrilo se mete debajo de tu cama, se acerca, tic-tac. Volvió a abrir las ventanas una a una, lentamente esta vez, a lo mejor así el ambiente se vaciaba un poco de tantas horas estancadas y alas de mariposas muertas. Miró el cielo, cavilando, buscando un puntito verde, que se fue haciendo más grande hasta transformarse en un chico con sonrisa radioactiva que se posó volando en su ventana, ¡Peter Pan por fin ha vuelto!, “has tardado mucho pero ahora ya no importa, ahora volveremos a tener todo el tiempo del mundo, ya no necesitaremos paciencia ni botox”. Pero Peter Pan ya no sonreia. “Wendy, tu no lo entiendes, ser un niño perdido ya empezaba a ponerse muy feo, ahora me va bien, tengo un GPS y un reloj, pero entiéndelo, ya no puedo llevarte más a nunca jamás, no recuerdo el camino y además no tengo tiempo, me tengo que ir ya…”; “claro, escríbeme algún día…”. Volvió a quedarse sola en la ventana, mirando al cielo con un nudo en la garganta, deseando poder volver atrás, ser cada día más joven, un año menos, ¡sedadicilef! Involucionar, caminar como un cangrejo es la única opción, coger el reloj y girar las agujas en el sentido contrario, una vuelta, seis, doce, treintiocho y nada, todo seguía igual y el tiempo caminaba incansablemente en el sentido clásico. Pero tal vez si…a lo mejor todavía podía salvarse, matar al tiempo, y de repente el reloj haciendo un triple salto mortal desde la ventana hasta hacerse añicos contra el suelo, hubiera sido mejor la caída desde un primer piso y justo en ese instante los ojos del vecino y el vecino pasan por allí, y los ojos del vecino (ojos de nube) se pasean sin respeto a la intimidad por ella y después recorren el trayecto desde la ventana al suelo, parándose en cada pieza desparramada y sin vida, y así varias veces, los ojos paseando de ella a la ventana, de la ventana al suelo, del suelo a las manecillas, la pila, el segundero, el cristal y vuelta a ella, y entonces las nubes se callan y se abre la boca y sale la pregunta. Ella trata de explicarse, todo empezó con la planta baja, las ventanas, las alas de mariposa en el corcho y Peter Pan, y claro, no quedaba otra opción, pero ahora ya no importa, estamos condenados, nada que hacer, tic-tac. Cuando se disponía a abrir la boca para explicarle todo esto, observó como sus propias manos se movían cerrando su propia ventana en las propias narices del propio vecino. Salió corriendo y se refugió en la ducha, bien acurrucada y con el grifo cerrado, evaluando si merecía la pena abrirlo para irse por el sumidero a las alcantarillas o a algún lugar que no sabía donde estaba pero que debía estar ahí, en alguna parte, lleno de gente que se disuelve de vergüenza, de pena o de miedo. Oyó al vecino subir las escaleras y meter la llave en la cerradura, girarla noventa grados hacía la izquierda, empujar suavemente la puerta hacia dentro para volver a girar la llave en sentido contrario, sacarla de nuevo y cerrar la puerta tras de sí. Estaba convencida de que él la consideraba una loca (“he vuelto a ver a la vecina de abajo, la desquiciada; no la mires a los ojos cuando te hable”) Pero que más daba el vecino, el estaba allí por encima de ella, de su universo, y podía balancearse adelante y atrás en la ventana de noche y pasear desnudo por las mañanas, claro, y eso por no hablar de las rejas, sus ventanas no le atrapaban ni le miraban, él era el dueño de las ventanas y no al revés, y tenía mirada de nubes, y además no le gustaban los gatos. Pero para qué engañarse, todo esto no era más que pura y física mierda, a lo mejor debía recoger los pedazos del reloj y tirarlos, y subir a explicarle al vecino, cualquier cosa normal y lógica para dejar de ser la vecina loca, “el gato lo tiró jugando”; no, el gato no, fue ella limpiado, eso estaba mejor; y nada de buscar mentalmente definiciones para los ojos del vecino, solo eran dos ojos de un vecino que vivía en el piso de arriba y tenía una vecina que a veces estaba loca pero ya no, ahora sería normal y todos felices, todo va a ir bien, si señor, ¡quién dijo miedo! Ya va siendo hora de dejar toda esa historia de pensar tanto, no más relojes rotos, ahora tenía que comprar uno nuevo y explicarle al vecino, fíjate cuantas complicaciones por culpa de pensar tanto, ya va tocando encender la tele un poco y seguir la corriente correcta, seguir involucionando y desaprendiendo. Vale, el primer paso en su redención particular debía ser tal vez externo, debía empezar por peinarse un poco y elegir una ropa un poco más formal, a lo mejor hasta se compraba unos tacones. Su nueva yo la saludó desde el espejo y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse, ya que aquello también habría sido más propio de su yo anterior. El siguiente paso podría ser empezar a hacer algo aceptable con su vida, buscar un trabajo de verdad o estudiar algo útil, ¡quememos los libros de poesía, quememos a Nietzsche, a Baudelaire, a Benedetti! Vaciemos la cabeza de pájaros y llenémosla de ladrillos y anillos, de billetes y niños y los quince días en la playa, con pensión completa, claro. Buscarse un novio, eso era más difícil y debía ser un novio, no un amante, ni hablemos de una amante, eso no encajaba para nada en lo socialmente aceptable. Ah, si, dejar de hablar con los gatos en voz alta también era necesario. Y ahora el paso final, reconciliarse con el mundo y darle al botón. On. Un programa del corazón, no podría haber sido una coincidencia más acertada. “Concéntrate en la pantalla, no mires por la ventana, no hables con el gato, no te toques el pelo, no pienses en unicornios ni en volcanes, no seas tú, encaja, no es tan difícil, solo hay que ajustar esto por aquí y apretar un poco allí y listo”. Pero no es tan fácil cambiar, y es entonces cuando empieza a acabarse el aire en la habitación y se siente la necesidad de correr y gritar y romperlo todo; levantarse, apagar la tele, salir a la calle un segundo a respirar y coger impulso, y entonces volver para desandar el camino, desnudarse, despeinarse, hablar con el gato y bailar sin coherencia ni ritmo. No iba a permitir que nada la hiciese cambiar, y si quería cardarse el pelo lo haría, y si necesitaba dormir de día y leer de noche luciría con orgullo las ojeras, y no pensaba recoger las piezas rotas del reloj, ese sería su manifiesto personal. Y ahora subir a contarle al vecino, a explicarle que no era una loca, que solo le gustaba estarlo, y que le daba igual que la mirara mal y no la entendiera, y que si no le gustaban los gatos que peor para él, que quién se había creído que era. Abrió la puerta, subió las escaleras de dos en dos y se plantó firme en el rellano, llamó dos veces y tomó aire. Se iba a enterar, y después de él todo el mundo. La puerta se abrió aparecieron los ojos, y con ellos una pregunta. Que qué quería, pues se lo iba a decir: solo tenía que mirar fijamente los ojos de nube, abrir la boca y dejar que las palabras salieran solas. Una, dos y tres, ¡ya! “Perdona, ¿tienes un poco de sal?”

domingo, 4 de octubre de 2009

Tuesday's gone

Cuando consiguió llegar a lo alto de la cuesta de los rusos, se sentó en el parquecillo a tomar aire. Estaba teniendo una taquicardia, la segunda de la noche, y aunque se vio tentada a meterse otra ralla, sacó del sujetador la papelina que le quedaba y la tiró a unos arbustos. Tal vez no había sido una buena idea; no le agradó pensar que tal vez al volver un perro lleno de coca se pusiera a perseguirla. Aún así lo dejó pasar como dejaba pasar todo. Todo, menos Hugo. Buscó en el bolso el porro que había apagado para subir la cuesta y lo encendió. Se quedó embobada mirando las volutas de humo que bailaban alrededor del chorro de luz de una farola. Intentó atraparlas, pero el momento en que las tocaba se deshacían entre sus dedos y desaparecían. “Así es el amor”, pensó. “Nos cautiva bailando sobre nuestros cuerpos, pero si intentas atraparlo, lo destruyes”. Llevaba toda la noche buscando a Hugo. Había desaparecido por la tarde, y su firme convicción de que tener un móvil era tan esclavizante como llevar unos grilletes complicaba la búsqueda.
Lía se despertó a las tres y él ya no estaba. No se extrañó demasiado; siempre que pasaba un par de días fumando opio y sin parar de componer, Lía nunca sabía que vendría después. Así que no lo pensó demasiado. Además, solo tenía una hora antes de entrar a trabajar. Le tocaba turno de tarde en el bar; tenía que prepararse para unas cuantas horas de cafés y Led Zeppelin. Se dio una ducha para quitarse el olor a noche y compartió un yogurt de fresa con el gato mientras recogía ceniceros y botellas vacías del salón. La tarde transcurrió como cualquier otra. Alí se pasó a visitarla antes de abrir la shawarmeria y le regaló media bellota de las buenas. Ella le invitó a un licor de hierbas. “Alá sabrá entenderlo”, le dijo Alí apurando el vaso. “Nunca debes rechazar algo de una mujer bonita”. Lía pasó el resto de la tarde mirando las jaulas vacías que colgaban del techo, imaginando que en ellas habitaban pequeñas personitas que tomaban el té y hacían el amor en un columpio de flores.
Cuando dieron las diez y acabó su turno, decidió que Hugo llevaba demasiado tiempo sin buscarla. Fue a casa, pero allí todo seguía igual. La guitarra española rota en un rincón, recordando la impotencia creativa de la madrugada anterior, y el gato lamiendo la mancha viscosa del suelo. Llevaba ahí unos días, y había decidido no limpiarla hasta ver en que se iba convirtiendo. Se sentó un rato a oscuras a acariciar al gato. Encendió un cigarrillo y pensó en la primera vez que vio a Hugo y en como habían cambiado las cosas desde entonces. Fue hacía más o menos un año. Aquella noche, ella y sus amigas habían ido al “gato tuerto” como todos los sábados. Lía entró y busco un sitio libre en la barra, sin saber que esa noche habría concierto. Lo que más le gustaba de aquel antro era que cada vez descubría un nuevo póster o dibujo en las paredes o el techo. Solía sentarse entre Mapi y Lena mientras ellas hablaban de lo bueno que estaba el de la esquina (“sí, aquel, el de al lado del baño, el de la camiseta roja”) y ponerse a ordenar cronológicamente los pósters según lo amarillentos o descolgados que estuvieran. Esa noche el futbolín estaba en una esquina y en su lugar habían improvisado el inestable escenario portátil, en el que una batería ocupaba casi todo el espacio. Le preguntó al Gordo que quien tocaba esa noche. Los “Big Fish”, le contestó mientras servía las copas. “Son madrileños, bastante buenos; pero ya sabes, el rock está jodido, es una pena”. Media hora más tarde el Gordo quitó la música y los Big Fish comenzaron a tocar. Lía bajó de su mundo de pájaros de caramelo y jaulas de colores y fijó sus ojos en el cantante, y ya no pudo apartarlos de ahí en toda la noche. Tenía todos los rasgos del prototipo de rockero clásico: vaqueros desgastados, camiseta negra sin mangas, brazos tatuados, barba de varios días, media melena y una fender stratocaster. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Tenía mirada de niño triste y ojeras de veterano de Vietnam. Eran bastante buenos; guitarras a lo Jimmy Hendrix, letras algo oníricas y alguna pincelada de blues callejero. Con su versión de “Tuesday's gone” se ganaron al público, y cuando acabaron de tocar se acodaron en la barra a disfrutar sus buenas dosis de copas gratis. Lena y Mapi no paraban de incitar a Lía a acercarse al cantante a decirle cualquier cosa, pero no fue necesario. Se le acercó por la espalda y le puso una copa en las manos. “Soy Hugo” le dijo. “No has parado de mirarme en toda la noche”. “Bueno, si sabes eso es porque tú también me mirabas a mi” le respondió ella dándose la vuelta. Hugo le dedicó una de sus sonrisas inolvidables, y Lía sintió un escalofrío, como una premonición, y supo que después de aquella sonrisa todo era posible y nada podía salir bien.
Unas semanas después Hugo apareció en su piso. “Madrid es una ciudad caníbal”, le dijo con la maleta y la guitarra colgadas al hombro. “Estaba empezando a devorarme, y he decidido escapar a tiempo”. Encontró trabajo en un estudio de grabación, y poco a poco Lía comenzó a faltar a clase. Una noche el Gordo le preguntó que si sabia de alguien interesado en trabajar en el gato tuerto, y al día siguiente Lía aprendía los misterios de la cafetera y de cómo conseguir que un sitio pareciera limpio a base de ambientador de limón. Después de eso vino la coca y todo lo demás.
Mientras pensaba en todo eso en las tinieblas del salón, la ciudad comenzaba a vivir. Como no soportaba las noches sin Hugo, cogió del cajón el medio gramo que le quedaba y salió a buscarle. Primero fue al estudio, pero no había nadie. Comenzó a recorrer todos los bares que solía frecuentar, y cada vez que se acercaba a la barra a preguntar por él la invitaban a una copa. Era raro perderse entre el humo y el ron añejo sin Hugo a su lado hablándole de huracanes y osos polares, con sus imprescindibles y ocasionales visitas al baño para “inspirarse”. Nadie sabía nada de él desde hacía un par de días, y al cabo de unas horas todos los bares habían cerrado. Aunque estaba mareada siguió al camarero del ciclón de discoteca en discoteca, buscando como un perro al que abandonan en una gasolinera. Cuando ya no quedaban ningún agujero ruidoso y lleno de borrachos donde no hubiera buscado, Lía se fue hacia el barrio árabe y ahora estaba sentada en aquel parque de perros cocainómanos. Mientras le daba la última calada al porro se dio cuenta de que estaba amaneciendo y sacó del bolso las ray ban de Hugo. Al ponerse las gafas de sol, la verdad le calló encima como un jarro de agua fría. Bea, tenía que ser ella. Había llegado de Madrid hacía una semana, y aunque Hugo no dijo nada, Lía sabía que eso lo cambiaba todo.
Se levantó y comenzó a caminar hacía la casa de Bea. Cuando una conoce tanta gente, es fácil enterarse de la dirección de cualquiera. Cuando solo llevaba dos pasos dio media vuelta para buscar la papelina que había tirado. Por suerte Bea vivía en un bajo, y a Lía no le costó mucho encaramarse a las rejas y mirar por la ventana. No se sorprendió demasiado; estaban desnudos en el sofá, fumando un chino a medias. Lía se sentó en la acera, preparó una ralla y escuchó unas campanas tocando a misa de ocho no muy lejos. Le gustaba meterse en las iglesias y pasar el rato entre el olor del incienso, los ojos inertes de los santos y el silencio sepulcral. Estaba decidida a no llorar; lo único que quería era escuchar tuesday's gone en un banco de iglesia mientras la gente a su alrededor pensaba en sus pecados. Así que hizo lo correcto; se metió la última ralla y se fue a la iglesia de san Patricio mientras pensaba en caballitos de mar con alas de mariposa.

La soledad

La soledad
3 miradas