lunes, 13 de diciembre de 2010

La traición de Wendy

     Hay quien dice que la vida es aquello que nos pasa mientras nos empeñamos en hacer otros planes. Yo siempre me he resistido a esa idea, pues en mi opinión viviendo así lo único que se consigue es morir un poquito cada día. Así que yo me empeñaba en creer que si luchaba lo suficiente y lo deseaba de verdad, mis sueños y planes se cumplirian tarde o temprano sin importar cuantos obstáculos me encontrara en el camino.
     Pero a veces la obligación de sobrevivir se impone a la necesidad de ser feliz, y esos días me canso de luchar y patalear aferrada a un sueño, así que hoy le he dejado alejarse de nuevo, y mientras lo pierdo de vista siento el vértigo atronador de los segundos muertos que resbalan por mi cuerpo formando ríos de tiempo inerte y días vacíos que conducen directamente a ese mundo real del que con tanto empeño intento escapar en vano, pues ultimamente el país de las Maravillas, Nunca Jamás y Oz han endurecido más que nunca sus políticas de inmigración: la Reina de Corazones ha tapiado la entrada de la madriguera, el Capitán Garfio y sus secuaces controlan el acceso a las estrellas y las baldosas amarillas están plagadas de minas antipersona.
     Así que no me queda más remedio que caminar por las calles de siempre, mirando con nostalgia rincones que antes eran refugios coloridos y luminosos, preguntándome si tal vez nunca fueron así, si no habrán estado siempre igual de vacíos y oscuros y lo único que ha cambiado es mi mirada. Me mezclo con el resto de personas grises, sintiendo como el frío y la rutina se van metiendo por la suela de mis zapatos abriéndose paso lenta pero decididamente a través de mis venas, ocupando el hueco que han dejado mis sueños y mis cantos libertarios ahora que soy tan esclava como cualquiera. Al pasar frente a un escaparate, mi reflejo me devuelve una mirada extraña y apagada, y no me queda más remedio que apartar la vista avergonzada ante semejante traición hacia mi misma.
     A ratos me rebelo y trato de apuntalar los cimientos de ese mundo que tanto esfuerzo me costó construir, pero no hay cemento suficiente para mantenerlo en pie, y suspiro derrotada mientras se sigue resquebrajando bajo el peso de las palabras "obligación" e "imposible" que tanto les gusta repetir en este mundo que nunca sentí el mio, y sus habitantes poco a poco me van venciendo hasta que terminan convirtiéndome en un engranaje más, haciendome ser parte de todo lo que siempre odié.
    Y cuando llega la noche pienso que tal vez sea hora de asumir que se acerca el momento de empezar tener la cabeza sobre los hombros y los pies en la tierra, y empezar (como todos) a morir un poquito cada día.

martes, 7 de diciembre de 2010

Tierra de nadie

Tal vez sea redundante, pero no te pertenezco. Ni a ti, ni a nadie, y dudo que llegue el día o la persona que consiga hacerme completamente suya. A veces siento que no me pertenezco ni a mi misma, que mis sentimientos me controlan a mi y no al revés, y que nunca puedo estar del todo segura de cómo voy a actuar o a donde me van a llevar mis pasos.
Soy caótica, impulsiva, incorregible y voluble, lo que dificulta mucho el proceso de llegar a conocerme o a entenderme, y mucho más a quererme. Hay de hecho muchos que opinan que más difícil aún es que yo me deje querer. Pero los que están tan locos como para haber superado todos mis obstáculos, saben que a mi manera siempre voy a estar a su lado, por muchos kilómetros o días que nos separen, pero que no necesitan ningún lazo para mantener mi cariño o mi amistad, y mucho menos mi amor. Si alguien intenta atarme para mantenerme a su lado, me habrá perdido para siempre.
Cuando decido querer a alguien, y hay muchas maneras en las que yo puedo llegar a querer (aunque esto sea algo que muchos aun no entiendan), no necesitan jaulas para mantenerme a su lado. Es más, las únicas cadenas y grilletes que pienso llevar serán los que me imponga yo misma, que ya es decir mucho. Cada uno tiene en su mano decidir su propia libertad, y ninguna persona se merece la libertad de otra. No quiero entregar mi mano a nadie ni que nadie me entregue la suya, ni ahora ni nunca, ni por ti ni por nadie. Puedo entregar un trocito de mi a muchas personas, pero eso no significa que les pertenezca, o que a unos les quiera más que a otros. Por suerte o por desgracia, a mi no se me puede comprar con palabras prediseñadas ni con diamantes ni flores. No me asusta que por culpa de esto me quede sola algún día, pues si eso ocurriese, me tragaría las lágrimas con orgullo, consciente de que son el fruto de haber vivido a mi manera, y a veces con eso es suficiente para ser feliz. Y es que como dijo la gran Gilda, "si fuera un rancho me llamarían tierra de nadie". No vuelvas a olvidarlo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Homenaje a Nunca Jamás

Aunque habían sido vecinos durante dos días, sus caminos no se cruzaron hasta que la lluvia comenzó a inundar sus improvisadas residencias de lona de fin de semana. Cuando todo el mundo había huido a refugiarse de la tormenta, sus miradas se encontraron al fin, y aunque en ese momento no fueran capaces de percibirlo, se reconocieron el uno en el otro, como dos partes de una misma mitad, o tal vez como la misma mitad de una parte que aún a día de hoy siguen buscando. Eran dos niños perdidos que se encontraban en mitad del caos, y si existe el amor a primera vista, aquello fue amistad a primera vista.
Tras las presentaciones de rigor entre ellos y sus acompañantes, decidieron unir fuerzas y construyeron un fuerte en el que refugiarse de la lluvia, y bajo un techo de discutible fiabilidad compartieron las primeras risas entre el humo y la bebida que utilizaron para disimular el frío.
Al caer la noche, aceptaron que su fuerte de juguete no aguantaría mucho más en pie, y tras salvar lo que pudieron se fueron a buscar un lugar donde dormir. Acabaron, al igual que muchos de los que se habían visto sorprendidos por la tormenta aquel día, refugiados en una abarrotada estación de autobuses. Allí, mientras cientos de personas bebían, gritaban e improvisaban un festival bajo techo, ellos dos, acurrucados dentro de un saco de dormir, se desnudaron sin quitarse la ropa, comprobando por primera vez lo mucho que les hacían parecerse sus diferencias y lo fácil que les resultaba adivinar lo que estaba pensando el otro. Sin darse cuenta, aquella noche comenzaron a trazar las primeras lineas del mapa hacia un lugar donde regresarian tantas otras veces, un lugar cuyo emplazamiento no importaba, pues bastaba con tenerse frente a frente para sentirse realmente allí. Como buenos afectados por el síndrome de Peter Pan que eran, con el tiempo decidieron llamar a ese particular refugio "Nunca Jamás".
A la mañana siguiente, sus caminos tomaron direcciones opuestas, y volvieron cada uno a su rutina, intuyendo que de alguna manera lo que habían construido en esas extrañas horas no acababa ahí, si no que aquello era solo el principio. Al fin y al cabo, no todos los días se encuentra a alguien que también haya perdido su sombra y que sueñe con conquistar estrellas.
A pesar del tiempo y la distancia, se convirtieron en confidentes el uno del otro, regresando a Nunca Jamás siempre que el destino se lo permitía. Habían decidido que para ellos cumplir años no significaría crecer, si no simplemente sumar arrugas, pero de esas que salen de reírse alrededor de los ojos y de las comisuras de los labios. Sumar amores y desamores, viajes y recuerdos, y amigos, y lecciones. Sumar sabiduría compartida, y motivos que hicieran que la vida valiera la pena, conscientes de que el tiempo es demasiado valioso para ser desperdiciado, pero que a la vez está demasiado sobrevalorado para ser tan poca cosa.
Y así, consiguieron acumular una amplia gama de pensamientos felices que les provocaran la sonrisa radioactiva necesaria para volar de vez en cuando por encima de las personas ancianas y grises que les rodeaban día a día, para escapar lejos de sus frías y oscuras ciudades y reunirse en su rincón secreto, en ese Nunca Jamás al que se llega simplemente cerrando los ojos, girando en la primera estrella a la derecha, y siguiendo todo recto hasta el amanecer, y que permanecerá ahí para siempre, pues esta historia como toda verdadera amistad no tiene final, si no simplemente una inagotable sucesión de puntos y aparte.

 
(Con la colaboración especial del hombre de la eterna sonrisa)

domingo, 17 de octubre de 2010

A merced de las olas

          Todo empezó como una broma. Estaban en un bar, demasiado borrachos para ser un jueves. Cesar, Camino y Lucía barajaban la posibilidad de un menage a trois. La simple idea les hacía atragantarse de la risa. Leo y Luna aparecieron poco después, y fue una noche como lo habían sido todas las que habían salido juntos desde que se conocieron un mes antes; mucha cerveza, falsas promesas de "la ultima y nos vamos que mañana se madruga", insinuaciones y roces sin sentido y muchos bares exprimidos hasta que los cerraban.
         Cuando ya habían agotado todos los temas, volvieron a barajar la imposible idea de acostarse juntos, incluyendo también a Leo y Luna esta vez, con la misma naturalidad con la que uno planea ir al cine. Solo que ahora ya no les resultaba gracioso, si no más bien tentador. En cierto momento, alguno de ellos lo lanzó como un desafío: "no sois capaces". Esas tres palabras, dichas a alguien lo suficientemente borracho en el momento preciso pueden resultar extremadamente peligrosas y desencadenar actos irracionales basados solo en el orgullo y la bravuconeria.
         Aprovechando que les cerraron el ultimo bar, Lucía, intrigada por ver hasta donde eran capaces de llegar con la broma sugirió que su cama era lo suficientemente grande para  todos. Minutos después los cinco se dirigieron a su casa, impulsados por el alcohol, la necesidad de demostrar que eran capaces de hacerlo y una extraña y obscena curiosidad por probar algo completamente desconocido.
        Finalmente allí estaban, en el dormitorio, riéndo nerviosamente, decidiendo qué se suponía que tenían que hacer ahora. Leo decidió tomar la iniciativa y se quitó la ropa ante los otros cuatro, que siguieron impasibles observando su desnudez desde la cama. Por un momento, Lucía pensó que no iba a pasar nada, que todo se quedaría en una anécdota más de sus corredurías nocturnas. Pero en ese momento, Camino decidió que no, que no merecía la pena haber llegado tan lejos y no ir hasta el final. Se besaron riendo. Los demás, poco a poco, las fueron imitando, y la ropa se fue desparramando por el suelo, dejando a cinco cuerpos desnudos que se movían entrelazados sobre la cama, buscándose en los lugares donde nunca habían coincidido.
         En un momento en el que Lucía estaba enterrada entre Leo y Luna, César los llamó para enseñarles cuatro rallas de cocaína perfectamente alineadas sobre la barriga de Camino, dos a cada lado del ombligo. Se miraron sonrientes, y se turnaron para tomarlas. César les había dicho esa misma noche que esa era una de sus fantasías sexuales pendientes. "Bien por ti", pensó Lucía, "dos pájaros de un tiro". Enseguida volvieron a sumirse en la exploración de sus anatomías, con la cocaína trepando por sus venas mientras se batían en ese todos contra todos en el que aún les costaba creer que se hubieran visto involucrados.
         Aunque las preferencia sexuales de Camino y Leo no incluían a las mujeres, no tuvieron ningún reparo en involucrarse en los juegos de Lucia ni en crear los suyos propios. Por su parte Leo y César nunca llegaron a tocarse, dejando así un claro desequilibrio, una muestra más del miedo a encontrar el placer en terrenos que durante siglos has sido censurados por las normas sociales y morales populares.
          Al cabo de un rato, Lucía, que se consideraba una persona liberada y desinhibida sexualmente, de repente se encontró extraña, con una timidez y pudor sin precedentes. No se reconocía a si misma mezclada en aquel amasijo descontrolado de manos, lenguas y sexos, e intentó no involucrarse demasiado. Cuando cerraba los ojos, los veía a veces como hermosos seres llenos de luz que la acariciaban con sus alas empujándola a entrar en el paraíso, y otras se le antojaban dantescos, desfigurados y oscuros, criaturas insaciables y peligrosas a las que no quería tener cerca. Su actitud cambió: no le importaba hacer o tocar, pero rechazaba la mayoría de intentos de acercarse a ella. Aún así fue la primera en tener un orgasmo. Un orgasmo corto y frío, como si su cuerpo lo hubiese hecho por obligación. Por compromiso con ella misma. Y ni siquiera sabia quien era el autor.
         Cuando comprendió que había llegado el momento en el que los números pares se hacían necesarios, abandonó aliviada el grupo. Necesitaba volver a sentirse dueña de sus actos, sentir que caminaba sobre sus propios pies. Se sentó en el frió suelo completamente desnuda y encendió un cigarrillo. Y se quedó allí, observando aquel acto privado e intimo. Pudo haber vuelto a unirse, o masturbarse, o salir de la habitación. Pudo haber actuado de alguna manera, pero simplemente se quedó allí, observando impasible aquella danza rítmica y salvaje, aquellos extraños animales devorandose vivos tratando de satisfacer sus instintos más primarios. Y para su sorpresa, ser la única espectadora de un acto tan inusual y privado no le provocó sensación alguna.
        Como ocurre casi siempre, el juego terminó cuando ellos obtuvieron el anhelado orgasmo, cada uno por su lado, pero de una forma igual de egoísta y machista. Los cuerpos de Leo y Luna descansaron sudorosos junto a Camino y Cesar, que tardó unos minutos más en terminar. En unos minutos, todo había vuelto a la "normalidad". Los cinco se sentaron desnudos sobre la cama, fumaron, bebieron agua, hablaron, rieron. Excepto por su desnudez, nada se diferenciaba de lo que podrían haber hecho si acabaran de ver una película.
         Al cabo de un rato, ya vestidos, se despidieron, pactando que aquello no cambiaría nada y que quedaría para siempre encerrado entre aquellas cuatro paredes. Camino decidió que estaba demasiado cansada para irse, así que ella y Lucia se quedaron solas. No pudieron evitar reírse, mirándose incrédulas.
        Trataron de dormir, pero Lucía no consiguió conciliar el sueño entre aquellas sabanas agitadas, así que se duchó y se fue a clase como si nada hubiera pasado. Pronto comprendió que había sido una mala idea. No conseguía sentirse cómoda entre sus compañeros, como si de repente existiera entre ellos una barrera insalvable que antes no estaba ahí. Al cabo de un par de horas decidió que lo mejor era inventar una excusa y volver a casa. Despertó a Camino y comieron algo viendo la tele, en silencio. Era curioso, pero con ella no se sentía incomoda ni distinta. Después de aquella noche nada volvería a ser igual, pero la sensación que aquella amiga tan reciente le producía no había cambiado en absoluto. Era consigo misma con la que no conseguía sentirse igual. Era a ella a la que le costaba mirar a los ojos cuando se reflejaba en un espejo.
          Cuando Camino se fue a casa y Lucia finalmente se vio obligada a escuchar sus propios pensamientos deseó poder pulsar un botón de off que desconectara temporalmente su cerebro. Las imagenes, las sensaciones y los remordimientos se sucedían rápida y descontroladamente en su cabeza. Trató de convencerse de que no había nada de lo que arrepentirse o sentirse culpables. Había sido un acto racional y premeditado de cinco personas adultas. No había supuesto ninguna clase de vejación ni atentado contra nadie. "Es la culpabilidad cristiana", se dijo. Pensó que por más que se supiera a si misma atea, por muy liberal que fuera, seguía teniendo en el subconsciente anclada la idea del pecado impidiéndole avanzar o disfrutar, susurrandole al oído que lo que habían hecho estaba mal.
           Comprendió que los limites existen, pero que no siempre es fácil conocer los propios, y lo sorprendente que resulta a veces ver hasta donde podemos llegar. Tal vez los límites no estén predeterminados y constituyan una decisión a tomar en ciertos momentos. Y ultimamente, ella no los tenía en cuenta. Llevaba poco más de un mes en aquella ciudad, viviendo su nueva vida, y durante todo ese tiempo se sintió flotando inerte, sin un camino marcado, sin un destino ni una finalidad. Simplemente se dejaba llevar como un cuerpo flotando en mitad del mar, arrastrada por las olas sin oponer resistencia ninguna ni preguntarse a donde la llevaría la marea.
         Tal vez la atracción que los personajes literarios como Holden Caulfield o Dean Moriarty le producían era por un sentimiento de complicidad y entendimiento de su locura y sus actos, inexplicables y absurdos para la mayoría, racionales y lógicos para ella. Pero no podía escudarse en aquella idea: no podía permitirse el lujo de vivir como si fuera la protagonista de una novela de culto del siglo XX.
          Nunca se había sentido tan aliviada de que llegara la hora de irse a trabajar. Necesitaba tener algo en lo que ocupar la mente y apartarla de sus debates internos. Se reconoció a si misma que una vez más había tratado de encontrar en el sexo algo que le faltaba, y esta vez buscando respuestas solo consiguió encontrar más preguntas. Salió de casa dispuesta a olvidarlo, a ser capaz de esperar los días que fueran necesarios para poder reírse de lo ocurrido, pues sabía que era cuestión de una o dos semanas que aquello pasara a ser solo otra anécdota, solo que no le apetecía atravesar los pensamientos previos a ese momento.
           Por mucho que se lo ocultara a si misma, no podía dejar de pensar que allí, entre sus sabanas, entre las cuatro paredes de su habitación, había perdido algo, algo intimo e importante, algo que por ser inexplicable era también insustituible y que se quedaría allí para siempre, flotando entre todas las cosas que uno se empeña en recuperar cuando ya es demasiado tarde.

domingo, 8 de agosto de 2010

Sueño con serpientes


Cuando desperté tenía tu nombre atascado en la garganta, asfixiandome en forma de grito. Lo escupí en seguida, pero lo único que conseguí fue que todas sus letras y su sabor dejaran su huella en mi lengua y mis dientes.

Había vuelto a soñar contigo. En mi sueño estabas sobre mi cama, con los pies y las manos atados por serpientes venenosas que se retorcían por tu cuerpo buscando la carne para hundirse en ella como yo ya lo había hecho. Pero tú sonreías. Me estabas sonriendo de esa manera tan magnética y obscena con la que solías sonreirme cuando estábamos a solas. Cuando intenté besarte, desperté.

Y me encontré sola, excitada y tensa, sin saber donde estaría ahora ese cuerpo al que mi subconsciente se empeña en venerar a través del tiempo y la distancia. Porque creéme, lo único que yo añoraba era tu cuerpo.

Mientras preparaba el café encendí un cigarrillo y aún impregnada por las imagenes de mi reciente sueño comencé a soñar despierta con las distintas maneras en las que me gustaría hacerte gritar.

Me gustaría, por ejemplo, morderte. Ponerte de espaldas y deslizar la punta de mi lengua por los tramos de tu piel que solo guardan crujientes huesos debajo, hasta encontrar alguna zona carnosa y viva, tal vez en esos hoyuelos que aparecen a la altura de tus caderas, y una vez encontrado el punto exacto, desgarrar la carne con los dientes hasta hacerte sangrar para poder saborear tu esencia, esa esencia que me vuelve loca y que tengo atrapada entre la piel y los músculos recordándome constantemente tu sabor. Tu olor.

También quisiera deslizarme por dentro de ti, a través de tu garganta, y recorrer tus mecanismos y engranajes buscando el imán que me mantiene pegada a tus células, a tu piel, a tu saliba, a tus huesos.

Por último, tal vez podría robarte el corazón. Pero no de una forma metafórica ni romántica. Me refiero a arrancartelo del pecho haciendo que tu sangre lo impregnara todo, y llevármelo a casa para observarlo y estudiarlo, para exponer en una vitrina la víscera palpitante que bombea el elixir que recorre tus venas y ahora también las mías.

Y así, sin corazón, tu cuerpo terminaría de ser perfecto para mi, pues ya no correríamos el riesgo de las promesas inútiles que siempre hemos sabido mantener alejadas, limitándonos solo al lenguaje de la carne y la piel, que no solo es el más primitivo, si no también el más eficaz.

El borboteo del café hirviendo me hace salir de mi ensoñación y corro a apagar el fuego y servirme una taza bien cargada, a ver si consigo despertarme del todo, perfectamente consciente de que los sueños raras veces se hacen realidad.

miércoles, 21 de julio de 2010

Como un vestido de novia

     Cuando al fin se encontraron frente a frente, cuerpo a cuerpo, su boca se quedó paralizada. Literalmente. Como en esos sueños en los que quieres correr y no consigues mover las piernas, sus labios no respondían a ningún impulso, sus dientes se negaban a abrirse y permanecían juntos y apretados, y la lengua estaba atrapada en aquella cueva oscura y pastosa, incapaz de moverse o producir sonidos ayudada de la garganta, que estaba demasiado ocupada intentando dejar que el aire llegara hasta los pulmones a través del nudo que la oprimía.
     Llevaba tanto tiempo sin compartir su boca que ya no sabía cómo hacerlo. Después del último desengaño la había guardado celosamente como una novia a la que dejan plantada en el altar guardaría su vestido. Colocó sus labios en una cajita de nácar envueltos en vaporosas gasas, y guardó este tesoro en el fondo de un cajón para protegerlo de las polillas y del aire. De vez en cuando los sacaba cuidadosamente y los observaba nostálgica, soñando con el día en que volvieran a serle útiles. Allí , en el fondo del armario, se iban desgastando inútilmente, raídos de tiempo y desuso.
     Amargamente comprobó que ahora que por fin se los había vuelto a coser, dispuesta a volver a darles uso, ya no le servían de nada, desentrenados y andrajosos, deshilachados, pasados de moda.
     Y mientras sus cuerpos volvían a alejarse de nuevo, ante ella quedaron flotando la sonrisa, las palabras y el beso que su boca no fue capaz de sintetizar.






Con este "humilde" texto estreno mi nueva moleskine, preciosamente ilustrada por P de Pistacho, responsable tambien de mi maravillosa cabecera del blog. Gracias, gracias, gracias. (Y tú sabes que no es solo por tus regalos ^^)

jueves, 10 de junio de 2010

Alter ego


Sintió las baldosas del pasillo frías bajo sus pies descalzos. Podía distinguir con claridad los desniveles, las juntas, la dureza característica de un suelo que lleva ahí más de cien años, impasible, contando pasos de personas inciertas y anónimas como ella.
No recordaba en qué momento había salido al pasillo, ni dónde estaba antes. Supuso que debía haber estado acostada, porque la oscuridad envolvente indicaba que era de noche. Fue entonces, al comprobar que no había ninguna luz encendida, cuando reparó en la vela encendida en su mano derecha. La vela dibujaba extrañas sombras en las paredes, no lo suficientemente alargadas como para llegar a aquel techo que siempre se le había antojado indecentemente alto y que según su madre era el culpable de la imposibilidad de mantener la casa cálida en invierno. Pero, ¿por qué una vela? ¿Se habría ido la luz? No sabía nada, no entendía nada. Pero nada importaba nada. No, porque ya no sentía la opresión en el pecho, las ganas de llorar, la molestia en su tobillo izquierdo.
Avanzó por el pasillo del viejo piso de alquiler, observando cuidadosa y detalladamente cada una de las habitaciones sin necesidad de abrir las puertas. Podía encontrar perfectamente en su mente el enchufe de la lamparita del salón, detrás de la libreria, o la caja donde su hermana guardaba sus "secretos" debajo de la baldosa suelta de la esquina de su dormitorio. Escuchó a su padrastro roncar, y se preguntó como tantas otras veces cómo su madre podía dormir con algo así en la cama.
Cuando llegó al dormitorio de los hermanos muertos, se detuvo y sintió el repentino impulso de abrir la puerta y pasar. Allí estaban las dos camitas invariables, el escritorio, la estanteria y el armario, un conjunto perfecto, vacío, intacto. Recordaba cómo desde pequeñas su hermana y ella habían ido construyendo un sentimiento de miedo mezclado con mofa alrededor de sus "hermanastros" y su dormitorio vacío, constantemente a la espera de ser usado algún día por sus dueños legítimos, ya que siempre había sido un tabú la simple idea de usarlo como cuarto de invitados. Bien pensado, era realmente cruel llamar "hermanos muertos" a unos niños de los que no recordaba su aspecto, su edad o sus nombres pero que sin duda estaban vivos en alguna parte, ignorando tal vez que en un viejo piso alguien que un día fue su padre les había construído un altar con colchones nuevos y orientado al sur.
Cuando pasó por delante del baño la sensación que provocaban las baldosas en la planta de sus pies cambió: ya no era fría y dura, si no también húmeda y viscosa. Empujó la puerta entreabierta y la atravesó. Aquella estancia si estaba iluminada, y ante sí se encontraba una de las escenas más hermosas e hipnóticas que había observado nunca. Alguien había colocado aquí y allá una docena de velas que comenzaban a apagarse, a punto de consumirse completamente. En la bañera, su sangre mezclada con el agua teñía de un rojo intenso la palidez mustia y desgastada de los azulejos, y goteaba sin prisa por el borde, expandiéndose hacía el pasillo, como si buscara llenar de color y vida el resto de la casa. Dentro, su cuerpo desnudo descansaba inerte y pálido, con el pelo mojado y oscuro flotando suavemente alrededor de su rostro, que por primera vez le pareció hermoso, con aquel gesto neutro que no reflejaba ni tristeza ni alegría, sino simplemente paz.
Sintió envidia de su propio cuerpo, tranquilo, frío y desnudo postrado en aquel apacible lecho de sangre. Se besó tiernamente la frente y se acurrucó al lado de su cadáver, tranquila y aliviada, segura de que al fin aquella noche lograría descansar.

domingo, 6 de junio de 2010

Síndrome de Stendhal

Nos miramos por encima de las tazas de café, sin esperar descubrir nada nuevo con esta observación mutua y silenciosa. Me sonríes sin una causa definida, y aunque ande un poco nublada no puedo evitar que tu sonrisa se refleje también en mis labios.

Remuevo en mi taza los errores y la torpeza, y tú le añades un poco de nostalgia acariciando mi mano para tratar de endulzar la tarde.

Miro tus manos y no puedo evitar recordar aquellos primeros días en que nuestros cuerpos se buscaban instintivamente en camas prestadas y en horas contadas, aquellas horas en las que cualquier sofá podía convertirse una suite de lujo hasta que tú te marchabas a regañadientes, dejándome sola en un vulgar salón vacío y taciturno.

Creo que el recuerdo que más perdurará en mi memoria es el de la naturalidad con la que te desnudabas nada más llegar a la cama por las mañanas, cuando te escapabas casi a hurtadillas escondiéndome en tu casa con algún nombre de mentira para dormir un rato más conmigo. Esa forma tan básica e instintiva de quitarte la ropa nada más llegar contrastaba tanto con el resto de tu forma recatada y tímida de actuar que siempre la observaba con la misma sorpresa que la primera vez que lo hiciste.

Parloteamos sobre literatura, tolerancia, justicia. Hablamos mucho, pero no decimos nada, y me pregunto si a ti también te embarga la misma sensación de tediosa apatía dominguera. Le doy un sorbo a mi café, y compruebo como te excitas silenciosamente al verme lamer la espuma que se me ha quedado en el labio superior. He aprendido a detectar las formas en las que te excitas con facilidad, y otra vez mi mente da un salto hacia atrás en el tiempo y dejo de escuchar tu voz. De repente ya no estamos en la cafetería; estás en cualquier cama junto a mí, extasiada al descubrir y experimentar todo lo que se puede crear partiendo de dos simples cuerpos desnudos, observando inerte el placer que esculpen mis manos.

Pienso que es probable que en esos momentos fueras víctima del síndrome de Stendhal al admirar el secreto y poderoso arte que podía surgir de algo tan básico como el sexo. Tal vez era esa sobredosis de sensaciones y belleza lo que te impedía atreverte a crearla por ti misma, haciéndote emborronar siempre antes de tiempo los trazos iniciales de cualquier boceto. Otras veces he llegado a pensar que la causa de esto era tu miedo a deshacer la magia, o tal vez tu desinterés en crearla para mi. A lo mejor fue porque yo no supe darte las materias primas adecuadas.

Aún así yo seguí dibujando mis deseos por todo tu cuerpo, convirtiéndome en una autodidacta de la disciplina que se suponía tú tenías que enseñarme. Tal vez sea cierto eso de que el alumno supera al maestro, pero ¿qué ocurre cuando al maestro se confunde? No tuve más remedio que tomar las riendas, y enseñarte tu propia materia, sintiéndome cada vez más perdida y más ignorante. ¿Quién iba a enseñarme a mí? Si tú no lo conseguías, ¿quién sería mi guía?

La camarera se acerca a preguntar si vamos a tomar algo más. Llevamos más de una hora sentadas delante de dos simples tazas de café. Respondemos que no, e intento pagar la cuenta. Nuestra eterna deuda de un café. Ninguna recuerda ya como surgió, pero tú te aferras a ella para tener una excusa para verme, y yo intento saldarla siempre porque odio tener deudas pendientes, aunque sean metafóricas.

Salimos a la calle sin saber qué hacer con las pocas horas que nos quedan. Siempre nos pasa lo mismo. Odio tener el tiempo contado, tener que planear los besos, las conversaciones, las salidas y las entradas, adaptar mis deseos y necesidades a lo que dicte el reloj. Me miras a los ojos, y me da miedo que descubras en ellos todo lo que estoy pensando. Tengo miedo de que sepas que te voy a echar de menos, y más miedo aún de que descubras que si fuera posible preferiría no hacerlo. Me pregunto si tú también eres consciente de que no debería haber besos de despedida, si comprendes que no podemos saber cuando ni cómo volveremos a vernos y que este hecho tan presente en nuestra relación desde sus inicios hace necesario que alguna de las dos saque valor y cordura para dar el paso de ponerle fin a este conjunto de secuencias y encuentros incoherente y mal hilados.

Pero esta tarde de domingo no me siento capaz de hacer nada importante y definitivo, así que me abandono a nuestros pasos por estas calles que nos conocen tan bien, y sigo parloteando como si no pasara nada, como si no tuviera miedo de que este pueda ser nuestro último café y de que la deuda al fin esté saldada.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Quemando el diccionario

Quédate tú todas las palabras. 
Son tuyas, te las regalo: yo ya no las quiero. 
Me pesan demasiado en los bolsillos
y se me van cayendo por la calle, 
secas, mustias, huecas. 
Muertas. 
He desechado al verbo, 
al adjetivo, a los nombres y pronombres. 
No tienen ningún significado 
con esta dislexia emocional.
No, ya no me creo a las palabras: 
conspiran, tergiversan, engañan.

Quédate las que se dicen en un susurro 
y las que se escupen al aire a gritos, 
las que se escriben con tinta china 
y las que se sangran a fuego lento. 
Quédate para ti especialmente 
las más bonitas y las más raras, 
las más comunes, las malsonantes, 
las que nunca te dije. 

Haz con ellas lo que quieras. 
Puedes bebértelas a mi salud, 
masticarlas lentamente, 
acariciarlas entre tus manos, 
guardarlas, tirarlas, quemarlas. 
Te regalo también el nombre 
de todos los pecados 
que se me escurren por la piel 
aburridos de que nadie los lea.

Quédate tú las palabras, 
que yo me entiendo mejor con los hechos y con la piel. 
Prefiero usar la lengua con fines distintos al de mancillar vocablos, 
y mis manos no son buenas para escribir, 
prefieren leer en los poros de la piel lentamente 
las cosas realmente importantes, 
todo eso que no se puede escribir, decir 
y ni siquiera callar.

jueves, 29 de abril de 2010

LA ISLA DE LAS ALMAS DESIERTAS


             Cuando la conocí, yo buscaba a alguien con un alma de sobra que prestarme. Con solo verla de lejos, supe que no me convendría acercarme a ella, pero atravesaba una de esas épocas en las que lo que te conviene y lo que no da exactamente igual; al fin y al cabo, ¿qué más puede perder alguien que anda buscando un alma de repuesto?
Nos presentaron y yo no quise adivinar ninguna señal en sus extrañas miradas. Cuando quiso saber qué hacía allí, le expliqué que había perdido el alma y que andaba buscando una de mi talla, porque ya me había cansado de que se me cayera al suelo rota y desgastada todos los domingos por la tarde. Ella se rió y me tomó a broma. Siempre lo hacía cuando le hablaba de cosas importantes, y después simplemente no las recordaba. Y a mí me daba igual, prefería escuchar su risa antes que todas las palabras sabias del mundo.
El exceso de alcohol y la falta de sueño hacían del escenario por el que nos movíamos un paisaje impreciso y borroso, lleno de luces de colores en movimiento y músicas inconexas, y en medio de aquel torbellino ella me parecía la única imagen real y tangible, el centro inerte de aquel minúsculo y perecedero universo que había surgido de la nada un viernes de resaca.
Nos refugiamos en un palacio de juguete, y allí me contó que su sueño era irse a una isla desierta, pero que aún no había cazado suficientes estrellas fugaces como para decorar sus noches. Entre trago y trago, entre mirada y mirada, fuimos descubriéndonos poquito a poco la piel, palpitante y cálida bajo los dedos. Sé que yo buscaba en su boca las palabras de otra y que ella trataba de encontrar en mis besos unos labios que había perdido, pero no nos importaba; ambas nos callábamos aquella mentira como cómplices de un delito no planeado, y así nos fuimos bebiendo uno a uno cada minuto de aquella primera noche.
                Al día siguiente rompimos la promesa de no volver a vernos y nos dedicamos a jugar mezclando el fuego y el hielo. A veces desaparecíamos la una de la otra y nos quedábamos con la sensación de que nos habíamos perdido para siempre, pero a los pocos minutos volvíamos a aparecernos y ambas disimulábamos con torpeza nuestro alivio. He de reconocer también que en algunos momentos la lucidez saltaba sobre mí haciéndome consciente del gran error que estábamos cometiendo y huía a esconderme lejos de su piel, pero ella acababa por encontrarme, y cuando miraba hacia arriba y me encontraba con sus ojillos de niña perdida no me parecía tan mal estar equivocándome.
                Pero las noches no son eternas, y desde el principio sabía que las nuestras tenían los segundos contados.
El último día ya no la encontré. La tuve delante de mí, pero no fui capaz de reconocer en ella ni una sola de las señales que días antes me guiaban en busca de almas y estrellas. La luz del día acabó con las luces de colores y la magia, y ahora nos rodeaba un mundo sucio y vulgar. Me contó que estaba cansada de buscar y no encontrarse, de estar atrapada en un círculo vicioso que ella misma había creado, y que por eso se marchaba al fin a su isla, sola. Yo me reí por dentro de mi propia decepción al comprobar que no estaba invitada a visitarla, y solo le pedí que si se iba a marchar lo hiciera cuanto antes para no caer en la tentación de un inútil “quédate”. Cuando levanté la vista del suelo ya había desaparecido, y sentí un ligero déjà vu, pues aquel era el mismo final que ya había vaticinado yo antes de conocerla, solo que unas horas anticipado.
Sé que no habrá nada que echar de menos, que en un par de semanas no recordaré el sonido de su risa, sus extraños gestos o el color de sus ojos. Puede que algún día busque su cara entre una gran multitud ruidosa con la certeza previa de no encontrarla, pero estoy segura de que no nos volveremos a ver, y de que si algún día lo intentáramos ya sería demasiado tarde o demasiado lejos.
Lo único que me atormenta es su olor. Tengo su olor metido en cada poro de la piel, se me ha calado hasta los huesos ese indescriptible perfume a la vez mágico y vulgar, ese aroma que no es de nadie y que ahora estará solo, lejos, en una isla desierta.

jueves, 22 de abril de 2010

A rolling stone gathers no moss

Bebía pausadamente, saboreando su tercer Jack Daniels como si fuera el primero y el último de la tarde. Aunque no tenía más que alargar un poco la mano para alcanzar el cenicero, dejó caer deliberadamente al suelo la colilla que acababa de expirar entre sus dedos. Vivir solo le había hecho adquirir ciertas costumbres un tanto originales. La mayoría llamaría al conjunto de sus manías "ser un cerdo"; él prefería el término "Libertad".
Sentado en su sillón orejero observó con detenimiento el estudio. Aquellos 24 metros cuadrados se podían observar de un solo vistazo. A su derecha estaba el pequeño rincón que podría llamarse cocina. Observó con cariño la vieja cafetera sobre la barra, una de esas cafeteras eléctricas con una jarra de cristal que siempre parecía sucia, llena de aquel café aguado que tanto le gustaba y que sus invitados siempre rechazaban. Él estaba en el espacio que usaba como salón, y lo único de verdad le daba algún parecido con un salón era el sillón en el que estaba sentado, adquirido poco después de instalarse allí en el contenedor que había dos calles más abajo. El gato dormitaba encima del amplificador, y los rayos de sol que entraban por las grietas de las cortinas se reflejaban en su pelo negro azabache y resaltaban el lio de cables, polvo y basura que solía acumularse en aquel rincón. Aparte de aquello, la estantería en la que se mezclaban los libros, los discos y la ropa, el futón que le hacía las veces de cama y de sofá y el baño, no había nada más que echar de menos. Al fin y al cabo, sus posters, sus guitarras e incluso la cafetera eran parte de las cosas que tendría que empacar y cargar en la destartalada furgoneta.
Se sirvió otra copa, agradeciendo que hubiera sobrado aquella botella la última vez que Rodri había ido a beber a casa. Pensó que aquella era sin duda una tarde de color blanco. Cuando comenzó a dedicarse a la fotografía, descubrió que inconscientemente tenía asignado un color a cada sensación, por eso su especialidad eran las composiciones monocromáticas. El color rojo solía usarlo para representar la belleza, la pasión. Según las tonalidades, la sensación cambiaba. El granate por ejemplo implicaba dolor, rencor. El verde representaba la amistad, el azul la libertad, el negro la vida. Y el blanco significaba despedidas y nostalgia. Si lo pensaba detenidamente, tal vez fuera porque al igual que las despedidas, el blanco era un color frío e indiferente. Odiaba las despedidas, sobre todo cuando coincidían con el momento en el que empezaba a sentirse en casa. De hecho, las únicas veces en su vida que había tenido la sensación de pertenecer a un lugar y de que un lugar le pertenecía solían coincidir con el momento de marcharse, lo cual podía facilmente conducir a la conclusión de que solo se sentía en casa cuando sabía que debía marcharse.
Aquella tarde, cuando solo quedaban dos días para volver a hacer las maletas, se sentía como si ya no estuviera allí, como si se hubiera ido hace mucho tiempo sin dejar ni siquiera un mínimo vacío. Si aquella era la vida que había elegido, ¿porqué siempre se sentía así? Su mundo era vivir en cada ciudad como mucho un año, viajar, conocer países, gentes, culturas. No echar raíces. Al fin y al cabo su lema era "a rolling stone gathers no moss". Su próximo destino era Nueva York.¿Qué más podía pedir? Tenía todo lo que siempre soñó, conocía gente en casi todos los continentes, tenía mil historias que contar. ¿A qué se debía esa sensación de vacío,de no tener nada? El precio a pagar no era tan alto. Bastaba con acostumbrarse a saber que no se tenía un sitio al que volver y que uno no debía encariñarse demasiado con nada. Sin ir más lejos, antes de cruzar el charco sabía que debía despedirse del gato por una larga temporada. 
Pensó en sus amigos de toda la vida. A esa de las alturas la mayoría ya estaban casados, con hijos y un puesto de por vida, y los que aún no habían llegado a ese nivel luchaban cada día por alcanzarlo. Si pensaba en ellos y por un momento trataba de ponerse en su lugar, un largo escalofrío estremecía su espalda. Vivir siempre en la misma ciudad, pagar siempre la misma casa, acostarte siempre con la misma persona y limpiarle el culo siempre al mismo niño era una idea que le producía más rechazo que la de quedarse calvo o impotente. Y aunque no quisiera eso, y era consciente de que jamás lo querría, esa tarde si envidiaba un poco el hecho de pertenecer a algo, algo concreto, algo duradero. "Leo, que mal te están sentando los treinta", pensó. Tal vez todo fuera culpa de aquella chica. Si no la hubiera conocido a lo mejor todo sería más sencillo. Pero aquella pequeña fanática de los héroes del silencio había pasado demasiadas noches en su cama. "Repetir más de tres veces va contra las normas". Y no, no iba a cambiarlo todo por una chica, el mundo estaba lleno de ellas, no merecía la pena cambiar su estilo de vida por una sola. De hecho, había decidido que no iba a despedirse. No volvería a pensar en ella. Ni una sola vez.
Apuró su último trago y estrelló con fuerza el vaso contra la pared. No tenía ningún motivo en concreto para aquello. Simplemente, siempre le había gustado dejar un pequeño recuerdo que demostrara que él había estado allí.

lunes, 29 de marzo de 2010

Crecer al revés

A veces me apetecería poder crecer al revés. Poder desaprender un poco. Me gustaría que me enseñaras a ser una niña de verdad y no una niña perdida. Que me lleves de la mano los domingos al circo o al parque, que me compres helados y me enseñes a saltar a la comba. Quiero que me lleves al colegio y me dejes quedarme el tiempo suficiente para aprender lo que es jugar en “el recreo” y hacer amigos importantes y amigos triviales, pero ser capaz de seguir recordando su cara diez años después. Me gustaría también que me enseñaras a leer cuentos para niños y no novelas para adultos para tener así pensamientos y cosas de niña, y que ver a mi padre me inspirara respeto y la sensación de que a su lado nada puede ir mal, y no todo lo contrario. Ir de vacaciones en familia. Que mi primer beso sea romántico y tímido en vez de sórdido e instintivo. Quiero que me lleves a vivir a una casa y que sea siempre la misma, poder sentirla mía y que mi habitación no quepa en un par de maletas y unos cuantos pósters que pueden llegar a cambiar de paredes hasta nueve veces al año. Quiero que me ayudes a acumular recuerdos que el tiempo no pueda borrar y que hagan que merezca la pena tener memoria y que desplacen a esos recuerdos que el subconsciente elimina para dejarme seguir viviendo.



A veces me gustaría tener el papel de la chica buena, sorprendentemente tierna y normal y no el de la chica mala y compleja que no sabe que responder o como comportarse ante situaciones demasiado sencillas y cotidianas.



Pero esto solo me ocurre a veces. En ocasiones: mientras me miro con tus ojos, cuando me escucho en tus palabras, cuando me asomo un poquito al otro lado del espejo. Pero es una sensación que no dura mucho y casi siempre da paso a una sonrisa. Y es que después de sentirme así me paro un instante a observarme con detenimiento, y miro esas marcas invisibles que me recorren todo el cuerpo y que me hacen ser quien soy. Las acaricio con el cariño que solo puedes profesar a aquellas cosas que durante largo tiempo provocaron repulsión antes de llegar a quererlas, y las expongo ante ti poco a poco, porque sé que son lo que me hacen ser la persona que te gusta ver cuando me miras.


viernes, 12 de marzo de 2010

Viaje lunar

Me callo a gritos lo que siento al comprobar que las ráfagas de luciérnagas que te envié se han vuelto míseras polillas que se me devuelven con mensajes de desgarro y epitafios grabados en las alas, tan sucios como mis últimas palabras, tan rotos como ni nave espacial, tan crudos como las notas de aquella canción que nunca quise que me dedicaras.
Me deleitas con la mejor de tus ausencias solo para reiterar que te hice daño, y te culpas a ti misma de mi error con la premura de quien ha olvidado los sentimientos a fuego lento en la cocina. Yo me quedo inmóvil observando el espacio que antes llenabas, y no es que me sienta vacía, es solo que estoy demasiado llena de nada.
Tal vez la culpa la tiene ese fantasma que se esconde en los espejos con miedo a verme feliz, ese decrépito despojo que te niegas a creer que vive conmigo. Y por más que lo intento no consigo soñar ni caminar derecha, y empiezo a pensar que puede que ese sea el motivo por el que ninguna nave espacial me recoge a su paso. Por eso sigo aquí sentada en este asteroide sin rumbo, con un bolso demasiado grande como para esconderme dentro y un trozo de cartón apoyado en las rodillas que grita todo lo que yo me callo. “A la luna, por favor”.

lunes, 8 de marzo de 2010

Entre el dolor y la nada elijo el dolor

Tocar fondo no significa coger impulso para volver a subir, al menos no en este caso. Mi fondo era falso, y cuando creía que ya no podía caer más bajo, que ya solo podía ir mejor, he vuelto a caerme por un nuevo agujero que he abierto yo sola, y ya he terminado de romperme todas las sonrisas y todas las esperanzas, quedando tan desfigurada que ni el mejor restaurador va a saber como arreglarme. Por más que lo busco, no consigo encontrar mi corazón entre este desorden de vísceras y emociones, y si la sensación de tener el corazón roto es desagradable, ahora puedo decir que perderlo es mucho más doloroso. Me siento vacía, sin fuerzas ni motivos para necesitar tenerlas, con la extraña certeza de que ahora todo lo que puedo ser es este pedazo de nada flotando en el vacío. Y creo que lo más surrealista de todo es que fui yo misma la que abrió un agujero para tirar mi corazón, pues sé que realmente es lo mejor, que es un corazón inútil, sucio, que no sabe hacer nada bien, y estoy cansada de que todo el que intenta tocarlo termine quemándose. Así que pensé que lo mejor sería mandarlo lejos, lo suficiente para que no pudiera seguir haciendo daño, pero al tirarlo me caí detrás como Alicia por la madriguera, y ahora me encuentro aquí, demasiado abajo como para que ninguna cuerda llegue a por mí, demasiado rota como para que sea posible sacarme entera, demasiado cansada como para querer salir. Y puede que sea lo mejor, quedarme aquí deshaciéndome en esta tristeza y en esta nada infinitas. Y es que soy tan cobarde que no merezco otra cosa; a mitad del camino decidí tirar la toalla, elegí no arriesgarme a llegar al final y descubrir si la meta merecía la pena por miedo a que desde allí la posible caída fuera más dolorosa, y ahora ya nunca sabré a que sabe el premio, y si este es mi castigo, espero que se endurezca, porque ni con todo el sufrimiento del mundo podré redimirme de un acto tan despreciable.

jueves, 7 de enero de 2010

ANTOLOGIA

Me he sacudido una a una las noches que no me visitaste y me he lavado con lejía todos los besos que no te atreviste a robar.
Comprendo ahora toda la mediocridad que se escondía en tu sonrisa ladeada de canalla desentrenado, y ya no me importa que te esfumes con la misma facilidad con la que solías aparecer.
Me he cansado de desesperarme, y ahora ya no espero ni siquiera que me devuelvas las risas que te presté.
Me dejaste con las ganas puestas y los pies atados para no poder escapar, pero ya me he curado el apetito en colchones más calientes que el tuyo y me he comprado unos tacones sin cordones para salir corriendo en dirección contraria a la de tu cuerpo.
He borrado tus ojos a base de miradas seductoras, y tus bromas absurdas ya no podrían hacer reír ni a una hiena como tú.
Las manzanas envenenadas de tu cuento dáselas a otras, que inventando cuentos a mi no me ganas, y desde luego a tus manos no hay quien se las crea.
Así que no te des por aludido cuando me pinto los labios de rojo-busco-guerra ni si bailo sola debajo de la lluvia o escribo notas de reproche en el fondo de mi vaso.
Tu juego era tan sucio que ahora comprendo que ni tú mismo comprendes las reglas, pero tarde o temprano te darás cuenta de tu error de cálculo cuando ninguna caperucita se crea que tus grandes dientes son para morderla mejor, y buscarás en el bosque con el rabo entre las piernas algún conejillo despistado al que romperle sin ganas las bragas en tu cueva, y te sabrá a poco y querrás regresar, pero ya no quedan puertas ni ventanas abiertas, que a base de tu cobardía y mi orgullo las he tapiado todas.
Y te quedarás solo, aullando a la luna que altanera responderá que le vayas con tus penas a otra, que esta gatita ya le ha contado que a don Juanes como tú se los merienda ella cada día.

La soledad

La soledad
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