jueves, 10 de junio de 2010

Alter ego


Sintió las baldosas del pasillo frías bajo sus pies descalzos. Podía distinguir con claridad los desniveles, las juntas, la dureza característica de un suelo que lleva ahí más de cien años, impasible, contando pasos de personas inciertas y anónimas como ella.
No recordaba en qué momento había salido al pasillo, ni dónde estaba antes. Supuso que debía haber estado acostada, porque la oscuridad envolvente indicaba que era de noche. Fue entonces, al comprobar que no había ninguna luz encendida, cuando reparó en la vela encendida en su mano derecha. La vela dibujaba extrañas sombras en las paredes, no lo suficientemente alargadas como para llegar a aquel techo que siempre se le había antojado indecentemente alto y que según su madre era el culpable de la imposibilidad de mantener la casa cálida en invierno. Pero, ¿por qué una vela? ¿Se habría ido la luz? No sabía nada, no entendía nada. Pero nada importaba nada. No, porque ya no sentía la opresión en el pecho, las ganas de llorar, la molestia en su tobillo izquierdo.
Avanzó por el pasillo del viejo piso de alquiler, observando cuidadosa y detalladamente cada una de las habitaciones sin necesidad de abrir las puertas. Podía encontrar perfectamente en su mente el enchufe de la lamparita del salón, detrás de la libreria, o la caja donde su hermana guardaba sus "secretos" debajo de la baldosa suelta de la esquina de su dormitorio. Escuchó a su padrastro roncar, y se preguntó como tantas otras veces cómo su madre podía dormir con algo así en la cama.
Cuando llegó al dormitorio de los hermanos muertos, se detuvo y sintió el repentino impulso de abrir la puerta y pasar. Allí estaban las dos camitas invariables, el escritorio, la estanteria y el armario, un conjunto perfecto, vacío, intacto. Recordaba cómo desde pequeñas su hermana y ella habían ido construyendo un sentimiento de miedo mezclado con mofa alrededor de sus "hermanastros" y su dormitorio vacío, constantemente a la espera de ser usado algún día por sus dueños legítimos, ya que siempre había sido un tabú la simple idea de usarlo como cuarto de invitados. Bien pensado, era realmente cruel llamar "hermanos muertos" a unos niños de los que no recordaba su aspecto, su edad o sus nombres pero que sin duda estaban vivos en alguna parte, ignorando tal vez que en un viejo piso alguien que un día fue su padre les había construído un altar con colchones nuevos y orientado al sur.
Cuando pasó por delante del baño la sensación que provocaban las baldosas en la planta de sus pies cambió: ya no era fría y dura, si no también húmeda y viscosa. Empujó la puerta entreabierta y la atravesó. Aquella estancia si estaba iluminada, y ante sí se encontraba una de las escenas más hermosas e hipnóticas que había observado nunca. Alguien había colocado aquí y allá una docena de velas que comenzaban a apagarse, a punto de consumirse completamente. En la bañera, su sangre mezclada con el agua teñía de un rojo intenso la palidez mustia y desgastada de los azulejos, y goteaba sin prisa por el borde, expandiéndose hacía el pasillo, como si buscara llenar de color y vida el resto de la casa. Dentro, su cuerpo desnudo descansaba inerte y pálido, con el pelo mojado y oscuro flotando suavemente alrededor de su rostro, que por primera vez le pareció hermoso, con aquel gesto neutro que no reflejaba ni tristeza ni alegría, sino simplemente paz.
Sintió envidia de su propio cuerpo, tranquilo, frío y desnudo postrado en aquel apacible lecho de sangre. Se besó tiernamente la frente y se acurrucó al lado de su cadáver, tranquila y aliviada, segura de que al fin aquella noche lograría descansar.

domingo, 6 de junio de 2010

Síndrome de Stendhal

Nos miramos por encima de las tazas de café, sin esperar descubrir nada nuevo con esta observación mutua y silenciosa. Me sonríes sin una causa definida, y aunque ande un poco nublada no puedo evitar que tu sonrisa se refleje también en mis labios.

Remuevo en mi taza los errores y la torpeza, y tú le añades un poco de nostalgia acariciando mi mano para tratar de endulzar la tarde.

Miro tus manos y no puedo evitar recordar aquellos primeros días en que nuestros cuerpos se buscaban instintivamente en camas prestadas y en horas contadas, aquellas horas en las que cualquier sofá podía convertirse una suite de lujo hasta que tú te marchabas a regañadientes, dejándome sola en un vulgar salón vacío y taciturno.

Creo que el recuerdo que más perdurará en mi memoria es el de la naturalidad con la que te desnudabas nada más llegar a la cama por las mañanas, cuando te escapabas casi a hurtadillas escondiéndome en tu casa con algún nombre de mentira para dormir un rato más conmigo. Esa forma tan básica e instintiva de quitarte la ropa nada más llegar contrastaba tanto con el resto de tu forma recatada y tímida de actuar que siempre la observaba con la misma sorpresa que la primera vez que lo hiciste.

Parloteamos sobre literatura, tolerancia, justicia. Hablamos mucho, pero no decimos nada, y me pregunto si a ti también te embarga la misma sensación de tediosa apatía dominguera. Le doy un sorbo a mi café, y compruebo como te excitas silenciosamente al verme lamer la espuma que se me ha quedado en el labio superior. He aprendido a detectar las formas en las que te excitas con facilidad, y otra vez mi mente da un salto hacia atrás en el tiempo y dejo de escuchar tu voz. De repente ya no estamos en la cafetería; estás en cualquier cama junto a mí, extasiada al descubrir y experimentar todo lo que se puede crear partiendo de dos simples cuerpos desnudos, observando inerte el placer que esculpen mis manos.

Pienso que es probable que en esos momentos fueras víctima del síndrome de Stendhal al admirar el secreto y poderoso arte que podía surgir de algo tan básico como el sexo. Tal vez era esa sobredosis de sensaciones y belleza lo que te impedía atreverte a crearla por ti misma, haciéndote emborronar siempre antes de tiempo los trazos iniciales de cualquier boceto. Otras veces he llegado a pensar que la causa de esto era tu miedo a deshacer la magia, o tal vez tu desinterés en crearla para mi. A lo mejor fue porque yo no supe darte las materias primas adecuadas.

Aún así yo seguí dibujando mis deseos por todo tu cuerpo, convirtiéndome en una autodidacta de la disciplina que se suponía tú tenías que enseñarme. Tal vez sea cierto eso de que el alumno supera al maestro, pero ¿qué ocurre cuando al maestro se confunde? No tuve más remedio que tomar las riendas, y enseñarte tu propia materia, sintiéndome cada vez más perdida y más ignorante. ¿Quién iba a enseñarme a mí? Si tú no lo conseguías, ¿quién sería mi guía?

La camarera se acerca a preguntar si vamos a tomar algo más. Llevamos más de una hora sentadas delante de dos simples tazas de café. Respondemos que no, e intento pagar la cuenta. Nuestra eterna deuda de un café. Ninguna recuerda ya como surgió, pero tú te aferras a ella para tener una excusa para verme, y yo intento saldarla siempre porque odio tener deudas pendientes, aunque sean metafóricas.

Salimos a la calle sin saber qué hacer con las pocas horas que nos quedan. Siempre nos pasa lo mismo. Odio tener el tiempo contado, tener que planear los besos, las conversaciones, las salidas y las entradas, adaptar mis deseos y necesidades a lo que dicte el reloj. Me miras a los ojos, y me da miedo que descubras en ellos todo lo que estoy pensando. Tengo miedo de que sepas que te voy a echar de menos, y más miedo aún de que descubras que si fuera posible preferiría no hacerlo. Me pregunto si tú también eres consciente de que no debería haber besos de despedida, si comprendes que no podemos saber cuando ni cómo volveremos a vernos y que este hecho tan presente en nuestra relación desde sus inicios hace necesario que alguna de las dos saque valor y cordura para dar el paso de ponerle fin a este conjunto de secuencias y encuentros incoherente y mal hilados.

Pero esta tarde de domingo no me siento capaz de hacer nada importante y definitivo, así que me abandono a nuestros pasos por estas calles que nos conocen tan bien, y sigo parloteando como si no pasara nada, como si no tuviera miedo de que este pueda ser nuestro último café y de que la deuda al fin esté saldada.

La soledad

La soledad
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