domingo, 8 de agosto de 2010

Sueño con serpientes


Cuando desperté tenía tu nombre atascado en la garganta, asfixiandome en forma de grito. Lo escupí en seguida, pero lo único que conseguí fue que todas sus letras y su sabor dejaran su huella en mi lengua y mis dientes.

Había vuelto a soñar contigo. En mi sueño estabas sobre mi cama, con los pies y las manos atados por serpientes venenosas que se retorcían por tu cuerpo buscando la carne para hundirse en ella como yo ya lo había hecho. Pero tú sonreías. Me estabas sonriendo de esa manera tan magnética y obscena con la que solías sonreirme cuando estábamos a solas. Cuando intenté besarte, desperté.

Y me encontré sola, excitada y tensa, sin saber donde estaría ahora ese cuerpo al que mi subconsciente se empeña en venerar a través del tiempo y la distancia. Porque creéme, lo único que yo añoraba era tu cuerpo.

Mientras preparaba el café encendí un cigarrillo y aún impregnada por las imagenes de mi reciente sueño comencé a soñar despierta con las distintas maneras en las que me gustaría hacerte gritar.

Me gustaría, por ejemplo, morderte. Ponerte de espaldas y deslizar la punta de mi lengua por los tramos de tu piel que solo guardan crujientes huesos debajo, hasta encontrar alguna zona carnosa y viva, tal vez en esos hoyuelos que aparecen a la altura de tus caderas, y una vez encontrado el punto exacto, desgarrar la carne con los dientes hasta hacerte sangrar para poder saborear tu esencia, esa esencia que me vuelve loca y que tengo atrapada entre la piel y los músculos recordándome constantemente tu sabor. Tu olor.

También quisiera deslizarme por dentro de ti, a través de tu garganta, y recorrer tus mecanismos y engranajes buscando el imán que me mantiene pegada a tus células, a tu piel, a tu saliba, a tus huesos.

Por último, tal vez podría robarte el corazón. Pero no de una forma metafórica ni romántica. Me refiero a arrancartelo del pecho haciendo que tu sangre lo impregnara todo, y llevármelo a casa para observarlo y estudiarlo, para exponer en una vitrina la víscera palpitante que bombea el elixir que recorre tus venas y ahora también las mías.

Y así, sin corazón, tu cuerpo terminaría de ser perfecto para mi, pues ya no correríamos el riesgo de las promesas inútiles que siempre hemos sabido mantener alejadas, limitándonos solo al lenguaje de la carne y la piel, que no solo es el más primitivo, si no también el más eficaz.

El borboteo del café hirviendo me hace salir de mi ensoñación y corro a apagar el fuego y servirme una taza bien cargada, a ver si consigo despertarme del todo, perfectamente consciente de que los sueños raras veces se hacen realidad.

La soledad

La soledad
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