domingo, 17 de octubre de 2010

A merced de las olas

          Todo empezó como una broma. Estaban en un bar, demasiado borrachos para ser un jueves. Cesar, Camino y Lucía barajaban la posibilidad de un menage a trois. La simple idea les hacía atragantarse de la risa. Leo y Luna aparecieron poco después, y fue una noche como lo habían sido todas las que habían salido juntos desde que se conocieron un mes antes; mucha cerveza, falsas promesas de "la ultima y nos vamos que mañana se madruga", insinuaciones y roces sin sentido y muchos bares exprimidos hasta que los cerraban.
         Cuando ya habían agotado todos los temas, volvieron a barajar la imposible idea de acostarse juntos, incluyendo también a Leo y Luna esta vez, con la misma naturalidad con la que uno planea ir al cine. Solo que ahora ya no les resultaba gracioso, si no más bien tentador. En cierto momento, alguno de ellos lo lanzó como un desafío: "no sois capaces". Esas tres palabras, dichas a alguien lo suficientemente borracho en el momento preciso pueden resultar extremadamente peligrosas y desencadenar actos irracionales basados solo en el orgullo y la bravuconeria.
         Aprovechando que les cerraron el ultimo bar, Lucía, intrigada por ver hasta donde eran capaces de llegar con la broma sugirió que su cama era lo suficientemente grande para  todos. Minutos después los cinco se dirigieron a su casa, impulsados por el alcohol, la necesidad de demostrar que eran capaces de hacerlo y una extraña y obscena curiosidad por probar algo completamente desconocido.
        Finalmente allí estaban, en el dormitorio, riéndo nerviosamente, decidiendo qué se suponía que tenían que hacer ahora. Leo decidió tomar la iniciativa y se quitó la ropa ante los otros cuatro, que siguieron impasibles observando su desnudez desde la cama. Por un momento, Lucía pensó que no iba a pasar nada, que todo se quedaría en una anécdota más de sus corredurías nocturnas. Pero en ese momento, Camino decidió que no, que no merecía la pena haber llegado tan lejos y no ir hasta el final. Se besaron riendo. Los demás, poco a poco, las fueron imitando, y la ropa se fue desparramando por el suelo, dejando a cinco cuerpos desnudos que se movían entrelazados sobre la cama, buscándose en los lugares donde nunca habían coincidido.
         En un momento en el que Lucía estaba enterrada entre Leo y Luna, César los llamó para enseñarles cuatro rallas de cocaína perfectamente alineadas sobre la barriga de Camino, dos a cada lado del ombligo. Se miraron sonrientes, y se turnaron para tomarlas. César les había dicho esa misma noche que esa era una de sus fantasías sexuales pendientes. "Bien por ti", pensó Lucía, "dos pájaros de un tiro". Enseguida volvieron a sumirse en la exploración de sus anatomías, con la cocaína trepando por sus venas mientras se batían en ese todos contra todos en el que aún les costaba creer que se hubieran visto involucrados.
         Aunque las preferencia sexuales de Camino y Leo no incluían a las mujeres, no tuvieron ningún reparo en involucrarse en los juegos de Lucia ni en crear los suyos propios. Por su parte Leo y César nunca llegaron a tocarse, dejando así un claro desequilibrio, una muestra más del miedo a encontrar el placer en terrenos que durante siglos has sido censurados por las normas sociales y morales populares.
          Al cabo de un rato, Lucía, que se consideraba una persona liberada y desinhibida sexualmente, de repente se encontró extraña, con una timidez y pudor sin precedentes. No se reconocía a si misma mezclada en aquel amasijo descontrolado de manos, lenguas y sexos, e intentó no involucrarse demasiado. Cuando cerraba los ojos, los veía a veces como hermosos seres llenos de luz que la acariciaban con sus alas empujándola a entrar en el paraíso, y otras se le antojaban dantescos, desfigurados y oscuros, criaturas insaciables y peligrosas a las que no quería tener cerca. Su actitud cambió: no le importaba hacer o tocar, pero rechazaba la mayoría de intentos de acercarse a ella. Aún así fue la primera en tener un orgasmo. Un orgasmo corto y frío, como si su cuerpo lo hubiese hecho por obligación. Por compromiso con ella misma. Y ni siquiera sabia quien era el autor.
         Cuando comprendió que había llegado el momento en el que los números pares se hacían necesarios, abandonó aliviada el grupo. Necesitaba volver a sentirse dueña de sus actos, sentir que caminaba sobre sus propios pies. Se sentó en el frió suelo completamente desnuda y encendió un cigarrillo. Y se quedó allí, observando aquel acto privado e intimo. Pudo haber vuelto a unirse, o masturbarse, o salir de la habitación. Pudo haber actuado de alguna manera, pero simplemente se quedó allí, observando impasible aquella danza rítmica y salvaje, aquellos extraños animales devorandose vivos tratando de satisfacer sus instintos más primarios. Y para su sorpresa, ser la única espectadora de un acto tan inusual y privado no le provocó sensación alguna.
        Como ocurre casi siempre, el juego terminó cuando ellos obtuvieron el anhelado orgasmo, cada uno por su lado, pero de una forma igual de egoísta y machista. Los cuerpos de Leo y Luna descansaron sudorosos junto a Camino y Cesar, que tardó unos minutos más en terminar. En unos minutos, todo había vuelto a la "normalidad". Los cinco se sentaron desnudos sobre la cama, fumaron, bebieron agua, hablaron, rieron. Excepto por su desnudez, nada se diferenciaba de lo que podrían haber hecho si acabaran de ver una película.
         Al cabo de un rato, ya vestidos, se despidieron, pactando que aquello no cambiaría nada y que quedaría para siempre encerrado entre aquellas cuatro paredes. Camino decidió que estaba demasiado cansada para irse, así que ella y Lucia se quedaron solas. No pudieron evitar reírse, mirándose incrédulas.
        Trataron de dormir, pero Lucía no consiguió conciliar el sueño entre aquellas sabanas agitadas, así que se duchó y se fue a clase como si nada hubiera pasado. Pronto comprendió que había sido una mala idea. No conseguía sentirse cómoda entre sus compañeros, como si de repente existiera entre ellos una barrera insalvable que antes no estaba ahí. Al cabo de un par de horas decidió que lo mejor era inventar una excusa y volver a casa. Despertó a Camino y comieron algo viendo la tele, en silencio. Era curioso, pero con ella no se sentía incomoda ni distinta. Después de aquella noche nada volvería a ser igual, pero la sensación que aquella amiga tan reciente le producía no había cambiado en absoluto. Era consigo misma con la que no conseguía sentirse igual. Era a ella a la que le costaba mirar a los ojos cuando se reflejaba en un espejo.
          Cuando Camino se fue a casa y Lucia finalmente se vio obligada a escuchar sus propios pensamientos deseó poder pulsar un botón de off que desconectara temporalmente su cerebro. Las imagenes, las sensaciones y los remordimientos se sucedían rápida y descontroladamente en su cabeza. Trató de convencerse de que no había nada de lo que arrepentirse o sentirse culpables. Había sido un acto racional y premeditado de cinco personas adultas. No había supuesto ninguna clase de vejación ni atentado contra nadie. "Es la culpabilidad cristiana", se dijo. Pensó que por más que se supiera a si misma atea, por muy liberal que fuera, seguía teniendo en el subconsciente anclada la idea del pecado impidiéndole avanzar o disfrutar, susurrandole al oído que lo que habían hecho estaba mal.
           Comprendió que los limites existen, pero que no siempre es fácil conocer los propios, y lo sorprendente que resulta a veces ver hasta donde podemos llegar. Tal vez los límites no estén predeterminados y constituyan una decisión a tomar en ciertos momentos. Y ultimamente, ella no los tenía en cuenta. Llevaba poco más de un mes en aquella ciudad, viviendo su nueva vida, y durante todo ese tiempo se sintió flotando inerte, sin un camino marcado, sin un destino ni una finalidad. Simplemente se dejaba llevar como un cuerpo flotando en mitad del mar, arrastrada por las olas sin oponer resistencia ninguna ni preguntarse a donde la llevaría la marea.
         Tal vez la atracción que los personajes literarios como Holden Caulfield o Dean Moriarty le producían era por un sentimiento de complicidad y entendimiento de su locura y sus actos, inexplicables y absurdos para la mayoría, racionales y lógicos para ella. Pero no podía escudarse en aquella idea: no podía permitirse el lujo de vivir como si fuera la protagonista de una novela de culto del siglo XX.
          Nunca se había sentido tan aliviada de que llegara la hora de irse a trabajar. Necesitaba tener algo en lo que ocupar la mente y apartarla de sus debates internos. Se reconoció a si misma que una vez más había tratado de encontrar en el sexo algo que le faltaba, y esta vez buscando respuestas solo consiguió encontrar más preguntas. Salió de casa dispuesta a olvidarlo, a ser capaz de esperar los días que fueran necesarios para poder reírse de lo ocurrido, pues sabía que era cuestión de una o dos semanas que aquello pasara a ser solo otra anécdota, solo que no le apetecía atravesar los pensamientos previos a ese momento.
           Por mucho que se lo ocultara a si misma, no podía dejar de pensar que allí, entre sus sabanas, entre las cuatro paredes de su habitación, había perdido algo, algo intimo e importante, algo que por ser inexplicable era también insustituible y que se quedaría allí para siempre, flotando entre todas las cosas que uno se empeña en recuperar cuando ya es demasiado tarde.

La soledad

La soledad
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