lunes, 24 de enero de 2011

Km 0

   El tren traquetea decidido por los gastados raíles que tan bien le conocen, y aunque tras la ventana todo parece ir muy despacio, la máquina alcanza ya la velocidad necesaria para huir de "casa". Afuera, algunos hombres y mujeres ajenos al tren y a sus ocupantes recogen el fruto del que más tarde extraerán la sangre dorada de esta tierra que es al mismo tiempo su bendición y su condena.
   Al cabo de un rato un revisor me pide amablemente mi billete, y mientras lo busco reprimo el impulso de explicarle que es un billete solo de ida, pues quiero disfrutar del trayecto sin pensar en que la vuelta está demasiado cerca, y que en vez de echar migas de pan siento deseos de ir esparciendo gasolina detrás de mi por todo el recorrido para lanzar una cerilla al llegar a mi destino y quemar las naves, y tener así la escusa perfecta para no volver y poder dejar de vivir en esa ciudad del pasado que no sabe ni quiere avanzar y que trata de envolverme en sus calles vacías y sus avenidas pobres y muertas.
   Empezamos a dejar atrás el mar de olivos y atravesamos un paisaje que comienza a dibujarse distinto, mutando de verdes pastos a estaciones abandonadas, desapareciendo tras la oscuridad de un túnel y resurgiendo en forma de escarpadas paredes rocosas. Supongo que hemos llegado a Despeñaperros, y aunque de pequeña siempre me dio miedo este lugar (en parte por las curvas y en parte por su nombre) no puedo evitar sonreír, pues esta ha sido siempre la puerta que separaba mi mundo pequeño de los mundos que soñaba con explorar y conquistar.
   A partir de aquí, los segundos comienzan una frenética carrera que acabará estrellándolos los unos contra los otros hasta que finalmente vuelvan a su estado habitual de lenta inactividad.
   Al llegar a Madrid, me siento felizmente pequeña y pérdida, caminando sola por calles interminables llenas de gente con demasiada prisa para entender que lo único que me apetezca sea caminar bajo el sol cargando una mochila tan grande como yo.
   Comienzan a arder freneticamente las horas, sobrevolando el Prado y la Cibeles o recorriendo Castellana en un coche tan envidiable como impersonal, recorriendo más tarde paradas de metro cuyos nombres despiertan mi imaginación sin invocar ningún recuerdo o imagen real para acabar desembocando en brazos de mi Peter Pan particular y zambullirme con los niños perdidos en la noche Vallekana, bebiendonos el frio en cualquier parque o asesinando todas las canciones de cualquier antro inolvidable mientras un gigante de nombre inventado intenta explicar la lógica más pura a la reina del surrealismo.
   A la mañana siguiente decido que esta ciudad no está hecha para dormir, y salimos a la calle dispuestos a desgastar nuestras suelas persiguiendo las atracciones y curiosidades del centro, y ardo en deseos de perderme por ese laberinto de callejones por el simple placer de encontrar la salida más tarde.
   El tiempo se apura y nos sorprende la noche en busca de una princesa y de un poco de música que anestesie los sentidos y ayude a expulsar toda mi adrenalina y mi frustración. Más tarde la madrugada va cerrando sus puertas a nuestro paso, asustada tal vez del frío o de las ganas, y nos abandona a nuestra suerte en esa hora fatal en la que es demasiado tarde para dormir y demasiado temprano para estar despierto...
   Y sin avisar aparece el domingo en el rastro, y por más vueltas que doy no encuentro un poco de tiempo que comprar a cualquier precio, y me conformo con explorar todos los rincones posibles en una constante contrarreloj, echándole un pulso al tiempo que de antemano sé que voy a perder, y como premio de consolación, un par de abrazos y un adiós en la estación.
   Y es que tan rápidos y fugaces son los segundos de Madrid que de nuevo me veo a mi misma en el mismo tren, solo que esta vez en dirección contraria, volviendo sobre mis pasos con la sensación de que cuando vuelva al punto de partida y todo siga igual parecerá imposible creer que en algún momento crucé la linea de meta.
   Me aterra pensar que tarde o temprano, los escasos y preciados momentos vividos se convertirán en un vago recuerdo que tal vez acabe perdido entre la bruma de los segundos vacíos de esta vida que por más que intento no consigo asimilar como mía.
   Me doy cuenta de que el tren lleva un rato parado en mitad de ninguna parte, tal vez esperando a que otro compañero cruce por nuestro lado a toda velocidad para poder seguir nosotros también avanzando (o desavanzando). Mentalmente agradezco que mi vuelta se detenga y retrase un poco (a pesar de que mi cuerpo pide a gritos el reencuentro con mi cama), y me doy cuenta de la irónica metáfora o paralelismo entre esta caja móvil y mi vida: ambas paradas y perdiendo el tiempo, simplemente a la espera o al servicio de un "bien mayor", impotentes e inertes, como en coma, sin sentido y tal vez sin remedio.
   El lunes me vuelve a poner el traje de foránea autóctona, y me sumo en el letargo pastoso y melancólico de mis días fotocopiados en este mundo donde todas las estrellas son fugaces pero los deseos rara vez se cumplen y los sueños se aniquilan a punta de madrugón y cafeína, y escondo Madrid debajo del colchón, como ese amor que a pesar de ser imposible o ridículo uno es incapaz de dejar escapar nunca del todo, aunque solo sea para tener algo con lo que soñar despierta mientras lucho por conciliar el sueño cada noche.

La soledad

La soledad
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