lunes, 21 de febrero de 2011

La ciudad nunca duerme

   Apareció sin avisar, con la sonrisa moribunda y los ojos llenos de restos de amor mal disimulado, pero nadie hizo preguntas. No hubiera servido de nada, tenía la manía de inventarse las respuestas o darlas cuando ya era demasiado tarde. Tenía las manos expectantes y los pies impacientes, y siempre andaba buscando a alguien que la acompañara sin motivos por sus altibajos y sus esquinas manchadas de pintalabios. Se había puesto para la ocasión un disfraz de cotidianidad que no conseguía ocultar del todo lo insólito de las horas y la fragilidad de sus cuentos, pero nadie se atrevía a sacarla de su elaborada fantasía porque pasear con ella por aquellas calles era como llevar a un niño a un parque de atracciones y regalarle globos solo para soltarlos y ver como se alejan alto en el cielo.
   Ella era capaz de amar cosas que los demás odiaban o de descubrir otras que nunca habían visto. Podía encontrar melodías en los pitidos, los derrapes y los acelerones del incesante trafico del centro, armonía en el caos de los viajes subterráneos, colores variados y brillantes brotando del asfalto. Le gustaba pensar que cada segundo y sin que ellos fueran conscientes, miles de personas a su alrededor buscaban un cerrajero, discutían, lloraban de alegría o reían sus soledades, se perdían, se odiaban, se gemían.
    Veía la ciudad como un ser vivo que respiraba, vibraba y se movía bajo sus pies al son de millones de latidos. Les hablaba de todo esto y les dedicaba una de sus risas rojas, y decidía que ya era hora de empezar a beber y perderse por la noche persiguiendo sueños inalcanzables mientras dejaba escapar a otros solo porque los tenía demasiado cerca de las manos.
   Había vuelto para recuperar la sombra y la sonrisa, pues comprendió que aunque no siempre pudiera vivir en uno de sus cuentos ese no era motivo suficiente para desterrar su ilusión y sus ganas, así que al final, entre resignada y optimista guardó todo eso en la mochila y se marchó sin echar la vista atrás más que el tiempo necesario para despedirse de esa sonrisa radioactiva que siempre se reflejaba en la suya.
   Y mientras se alejaba de nuevo, la ciudad le lloró un poquito, pues sabía que era una amante incondicional pero efímera, y que tras de si dejaba la duda de si algún día podrían volver a amarse sin plazos ni reparos y dejar por fin que sus corazones se fundieran en un solo latido masivo de sangre y hormigon.

sábado, 12 de febrero de 2011

La chispa adecuada

Me sorprendo un día más buscándote en las huellas que dejé en ti, pero las has borrado tan minuciosamente que comienzo a dudar de si alguna vez volveré a encontrarme.

Tu cobardía se ha comido poco a poco las migas de pan que tontamente fui tirando por el camino que hay entre tu cuerpo y el mío, y ahora la distancia que nos separa es tan vasta que el vértigo no me deja asomarme a tus hombros y a tu ombligo.

Pero aún así sigo buscándote desde lejos, maldiciendote por hacerme merecedora de mis propias maldiciones de gitana vieja.

Hago un amasijo con los días que pasé sin ti, con las palabras que me vendiste y las que quise regalarte y con todas las noches que te perseguí sin rumbo por tus laberintos de cartón piedra. Los envuelvo furiosamente con una de tus miradas de cordero degollado y los rocío con tus mejores excusas, pero cuando intento prenderles fuego con mi amor propio no consigo hacerles arder, pues la chispa de odio que intento escupirte no es más que la sombra de otra desilusión mojada por todas las lágrimas que nunca cayeron por ti.

miércoles, 9 de febrero de 2011

The living dead

El alto edificio donde trabajaba se veía desde lejos, y el emblema tridimensional que decoraba aquella sucia construcción la saludaba mucho antes de llegar, impidiéndole saborear los pocos minutos que le quedaban antes de fichar, entrar al despacho, encender el ordenador y comenzar otra de aquellas largas jornadas vacías. La misma rutina, la desidia, la impersonalidad, la impotencia. Los sueños y los principios evaporandose por la ventana.
Los habitantes de la sexta planta, que al principio le habían supuesto una distracción, se habían vuelto tan cotidianos como todo lo demás. Vivían en una "vivienda supervisada", sucesoras de los manicomios, pero que a pesar del nombre y la "libertad" de sus ocupantes, a ella se le antojaba como una edición actualizada de "Los renglones torcidos de dios". Andaban siempre por el edificio y los alrededores, fumando o pidiendo tabaco, hablando solos o entre ellos o recopilando monedas para la máquina de café de la entrada, de la cual extraían lo que a ella le parecían cantidades desorbitadas de cafeína para alguien que está en tratamiento. Caminaban sin ton ni son aparente, con sus miradas asustadas o amenazadoras dirigiéndose a todo y a nada en concreto, y se mezclaban con los demás ocupantes del edificio, las personas supuestamente "normales y sanas" que trabajaban allí cada día haciendo caso omiso de los que vivían en la última planta.
A veces, uno de ellos se escapaba por el edificio causando un gran revuelo. Se trataba de un hombre de mediana edad con la mirada perdida y una eterna mueca de miedo paralizandole la cara que al menor descuido de sus vigilantes se paseaba por los pasillos y entraba a los despachos gritando una y otra vez "Me han matado, ¿no lo veis? Estoy muerto porque me han matao". Esto causaba mofas y risas por parte de los que ya llevaban tiempo allí y una gran confusión y azoramiento entre los que presenciaban tan excéntrico espectáculo por primera vez.
No importaba cuantas veces le dijeran entre risas que si estuviera muerto no podría estar allí hablando con ellos, el estaba completamente convencido de lo que decía, y eso se transmitía en el tono de pánico e impotencia con el que lo gritaba, cada vez más alto, hasta que llegaban los responsables para llevarlo de vuelta al lugar donde pertenecía, seguramente para administrarle una buena dosis de sedantes y dejarlo sentado en alguna sala desangelada con otros muertos vivientes.
Cada vez que esto ocurría, ella, lejos de reírse, sentía el miedo oprimiéndole el pecho, la sangre congelándose en las venas y la certeza dudosa de que ella también estaba muerta a pesar de estar allí en cuerpo presente, tecleando sin cesar y acatando ordenes sin rechistar, con ganas de huir lejos de aquel nido de zombies y buscar algo que la hiciera sentirse todavía viva. Pero en lugar de ello, se quedaba allí sentada, inmutable, como si fuera la única del edificio a la que la interrupción del "loco" no le afectara en absoluto, para que nadie sospechara la envidia que sentía por aquel fantasma que al menos tenía la valentía de denunciar a voces su muerte. Y tal vez si ella no lo hacía era porque, por más que intentara culpar a los demás, en el fondo sabía que ella misma era su propia asesina.

La soledad

La soledad
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