jueves, 5 de mayo de 2011

Pongamos que hablo...

   Siempre he tenido la sensación infantil y surrealista de que las ciudades no existen hasta que uno no vive en ellas, hasta que yo no vivo en ellas. Es como si todo aquello que yo aún no he visto no existiera, como si solo fuera un concepto abstracto, algo que yo tengo que ir y construir, dibujar, descubrir. Cuando llego a una ciudad comienzo a sentir que dibujo sus calles. Primero voy haciendo pequeños bocetos, incompletos y no demasiado fieles a la realidad. Cuando comienzo a conocer una zona, es como si añadiese detalles, modificase tamaños y perspectivas y añadiese poco a poco colores. De este modo, las ciudades se van convirtiendo en un dibujo caótico, variopinto e inconcluso, con grandes huecos que tal vez queden vacíos para siempre. Y para poder componer un buen dibujo no basta con un fin de semana de turismo o un mes de vacaciones. Las ciudades hay que vivirlas y dejarse morir un poquito en ellas, rellenar tantos huecos como nos sea posible, con cuantos más colores y detalles mejor.
    Es por eso que no importa cuantas veces pase por una calle o una plaza que me llamara la atención el primer día, siempre pongo la misma cara de sorpresa y observo todos los detalles, qué ha cambiado y qué se mantiene como lo recuerdo. Me gusta ver los mismos sitios en distintas situaciones: con lluvia o sol, de día y de noche, abarrotados de gente y fantasmagóricamente vacíos. Así, siento que cada vez que los miro es como si fuera la primera vez, y así me ahorro el disgusto de dejar de sorprenderme algún día cada vez que doble una esquina.
    Ya en su día me pasó con Granada, con Bogotá, Almería, Málaga e incluso Jaén. Y ahora, de repente, aterrizo en Madrid, la gran urbe, el sublime lienzo en blanco con el que llevo soñando tantos meses. Y por más que yo quiero, esta ciudad parece empeñada en no dejarme dibujarla. Cuando creo que sé dónde estoy, me doy cuenta de que es la primera vez que piso esa acera. Si me encuentro perdida, al torcer una calle me doy cuenta de que vuelvo a estar en el centro de todo, siempre con la sensación de que solo sé orientarme bajo tierra, y a veces ni con esas.
    Para mi, Madrid es caminar por la Latina sin saber que delimita con tantos otros sitios que ya conozco que me asusto al encontrarme de repente en la Plaza Mayor. Comprobar que desde Gran Vía salen tantas calles que dan a otras calles que desembocan en tantas otras que tal vez nunca pueda recorrerlas todas. Es querer volver a aquel bar o aquella tienda que me llamaron la atención y no recordar ni siquiera en qué barrio los vi. Y seguir buscando, y encontrar en el camino muchos otros, y dudar si el tipo al que veo todos los días en el metro es el mismo tipo o si simplemente son muchos tipos igual de grises y de vulgares. Es echar de menos otras ciudades en las que nunca he vivido y encontrar reflejos de otras que nunca he dejado de echar de menos.
    Madrid es dibujar y borrar una y mil veces, comenzar haciendo un bosquejo diminuto de Vallekas, el Carmen y Malasaña e ir salteando el gigantesco lienzo con motitas de lugares desordenados geograficamente, mezclando nombres y calles en un galimatias donde todo el mundo cabe y donde casi todo es posible. Y como casi todo es posible, no pierdo la esperanza de algún día y con el tiempo suficiente, saber dibujarme a mi también “aquí, en Madrid”. 


La soledad

La soledad
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