miércoles, 22 de junio de 2011

Guerra fria

  Querido Iñigo:

   Estoy sentada en nuestra mesa del bar de la esquina y no he podido resistir el deseo de escribirte. ¿Te acuerdas? Aquella mesa en la que nos contamos las primeras mentiras mirándonos a los ojos mientras tomábamos un té para intentar alejar el frío que nos había calado los huesos una de tantas noches durmiendo al raso. Era temprano. El mundo que nos rodeaba era caótico y en cierto modo surrealista, y para colmo hacia pocas horas que era capaz de recordar tu nombre. Pero a pesar de todo, en ese momento pensé que no me apetecía estar en otra parte (y yo casi siempre prefiero estar en otra parte), así que dejé de escucharte para concentrarme en tu sonrisa o en la manera en la que mirabas distraido a tu alrededor de vez en cuando.

   Ahora estoy sola en el mismo lugar, pensando en todo esto con la única compañía de mi tercer café del día y el libro que no consigo terminar de leer por haber cogido la manía de buscarte entre las lineas. El camarero vejete, aquel tan simpático del bigote, me mira con indulgencia. Creo que le resulta raro verme sola, y que le doy un poco de pena. O tal vez no.

   Al otro lado de la mesa, tu silla intacta está llena de vacío, interrumpido solamente por una mosca adormecida que se posa sobre ella de vez en cuando, y por tanto nadie disfruta de las vistas que ofrece la gran cristalera desde ese ángulo. Me siento tentada a ocuparla yo e intentar comprender porqué la elegiste como tuya aquel día. Tal vez si descifrara ese misterio podría entender todo lo demás. Podría quizás comprender de golpe a dónde vas cuando desapareces durante horas, o qué piensas cuando me miras sombrío y silencioso, o qué sientes cada vez que parece que va a materializarse al fin un beso entre nosotros.

   Pero una vez más me acobardo y me quedo quieta donde estoy, imaginando que estoy contigo una mañana hace un mes, una mañana en que las cosas funcionaban y yo creía entenderlo todo. Porque ahora no entiendo nada, y solo puedo achacar los últimos acontecimientos a la pura alquimia, pues las transformaciones que se han producido en todo lo que nos unía no han seguido ningún cauce lógico ni ordenado. Si, solo puedo pensar en magia, alquimia, fatal casualidad. Yo qué sé. 

   Lo único que sé es que las trincheras que antes levantábamos juntos para alejar la guerra exterior ahora se han tornado en trincheras individuales desde las que cada uno se protege de los ataques del otro en nuestra propia guerra fría. Tan fría que las palabras se me congelan en la garganta y los roces inintencionados ya no me provocan un escalofrío de excitación, si no de rencor y miedo.

   Vale, sé que de vez en cuando nuestros dedos y nuestros ojos inician un intento de tregua, pero reconoce que finalmente y sin razón nuestros labios contraatacan con dureza y la lucha se reinicia con crueldad renovada. ¿Porqué? Maldita sea, yo solo quiero volver a encontrar el destello de dulzura con el que miraste al despertar aquella mañana, y poder volver atrás en el tiempo y comerte a besos. Eso es lo que debería haber hecho, y me aterra pensar que ya es tarde.

   Pero yo también tengo mi orgullo, y voy a empezar a ponerlo sobre la mesa. No tomes esto como una amenaza, se trata de una simple advertencia.

Nos vemos en la próxima batalla.

Infielmente tuya,

Lucía

P.D. A pesar de todo lo anterior, he de decir que prefiero una guerra contigo que mil noches de tregua sin tí.

La soledad

La soledad
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