domingo, 14 de agosto de 2011

Efecto Placebo

Últimamente, aunque en apariencia todo sigue igual siento que algo fundamental ha cambiado. Ya casi nunca eres el primer pensamiento del día, he decidido acostumbrarme a desayunar una sonrisa, radiante o fingida,  con o sin motivos. Si me acuerdo de ti, finjo que eres una historia que un amigo me contó que le había pasado al vecino de su primo, o te espanto a manotazos como a un molesto mosquito. 

Y ya no te llamo más, y tus llamadas me resbalan con más facilidad cada día. El traje de sumisa espectante se me ha quedado grande y lo he cambiado por un vestido de indiferencia, que si bien es más incomodo me sienta mejor. 

Qué le vamos a hacer, tarde o temprano tenía que dejar de amar al malo del cuento y dejarme querer fugazmente por trovadores extranjeros que prometan abrazarme por las noches y olvidarme nada más zarpar su barco de vapor. 

Así que ya ves, a base de morir por ti tantos días he aprendido a esquivar de memoria todas las minas que yo misma sembré en mi camino, y no negaré que todavía de vez en cuando doy un traspiés, pero disimulo orgullosa y sigo avanzando, aunque sea a base de engañarme y acabar creyéndome del todo mi propia e idílica mentira.

martes, 9 de agosto de 2011

El corazón es un cazador solitario

Cuando no estaban juntos se buscaban sin querer como gatos callejeros, olfateándose las ganas por todas las esquinas de la ciudad hasta que finalmente se encontraban por arte de magia en andenes opuestos de estaciones de metro por las que nunca pasaban, en plazas desiertas o en bares abarrotados de gente. Entonces se sonreían complices con alivio mal disimulado, y reiniciaban un cortejo carente de flores y versos manoseados. Se acodaban en la barra de algún bar a emborracharse un poco más las ganas, a hablarse con miradas de esas que sobrevuelan las palabras y las vuelven inútiles, o se dedicaban a contar las estrellas de su rincón con los ojitos brillantes y las manos impacientes, hasta que finalmente se les llenaban los dedos de caricias, los recovecos de impaciencia y los labios de mordiscos traviesos y gemidos ahogados. Entonces sobraba la ropa y revolvían las sábanas de la cama más cercana explorándose como si fuera la primera vez pero con la astucia de quién sabe el punto exacto que tocar para que todas las células del otro se llenen de electricidad. Los cuerpos se dejaban  llevar por aquella danza ancestral y salvaje al compas del calor y el sudor, piano primero, in crescendo, arriba y abajo, del derecho y del revés, inventando humedas piruetas, rotando el campo de batalla del suelo hasta el techo, aprisionados contra la pared, dibujandose los deseos con las uñas, ensalibándose los sueños, aguantando un poco más hasta que el orgasmo atravesaba todos sus órganos como un relámpago  que los alejaba al uno del otro, dejándolos pegados y quietos, cada uno envuelto por la soledad infinita que sigue al último estallido de placer rodeados por un paisaje borroso, recuperando la respiración y el ritmo cardiaco lentamente, hasta que se separaban sus cuerpos y una risa suave les hacía recuperar la conciencia, y se enroscaban de nuevo, tranquilos ahora, lamiendose las heridas que no compartían y meciendose suavecito hasta que el sueño les alcanzaba, conscientes de que al día siguiente amanecerían solos, sin saber cuando o dónde sería el próximo encuentro. No importaba. La suya era una de esas historias sin principio ni fin, sin reglas ni compromiso, sin secretos ni verdades, una historia básica, sencilla, imposible por ser demasiado perfecta, perfecta por ser completamente imposible.

La soledad

La soledad
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