jueves, 29 de abril de 2010

LA ISLA DE LAS ALMAS DESIERTAS


             Cuando la conocí, yo buscaba a alguien con un alma de sobra que prestarme. Con solo verla de lejos, supe que no me convendría acercarme a ella, pero atravesaba una de esas épocas en las que lo que te conviene y lo que no da exactamente igual; al fin y al cabo, ¿qué más puede perder alguien que anda buscando un alma de repuesto?
Nos presentaron y yo no quise adivinar ninguna señal en sus extrañas miradas. Cuando quiso saber qué hacía allí, le expliqué que había perdido el alma y que andaba buscando una de mi talla, porque ya me había cansado de que se me cayera al suelo rota y desgastada todos los domingos por la tarde. Ella se rió y me tomó a broma. Siempre lo hacía cuando le hablaba de cosas importantes, y después simplemente no las recordaba. Y a mí me daba igual, prefería escuchar su risa antes que todas las palabras sabias del mundo.
El exceso de alcohol y la falta de sueño hacían del escenario por el que nos movíamos un paisaje impreciso y borroso, lleno de luces de colores en movimiento y músicas inconexas, y en medio de aquel torbellino ella me parecía la única imagen real y tangible, el centro inerte de aquel minúsculo y perecedero universo que había surgido de la nada un viernes de resaca.
Nos refugiamos en un palacio de juguete, y allí me contó que su sueño era irse a una isla desierta, pero que aún no había cazado suficientes estrellas fugaces como para decorar sus noches. Entre trago y trago, entre mirada y mirada, fuimos descubriéndonos poquito a poco la piel, palpitante y cálida bajo los dedos. Sé que yo buscaba en su boca las palabras de otra y que ella trataba de encontrar en mis besos unos labios que había perdido, pero no nos importaba; ambas nos callábamos aquella mentira como cómplices de un delito no planeado, y así nos fuimos bebiendo uno a uno cada minuto de aquella primera noche.
                Al día siguiente rompimos la promesa de no volver a vernos y nos dedicamos a jugar mezclando el fuego y el hielo. A veces desaparecíamos la una de la otra y nos quedábamos con la sensación de que nos habíamos perdido para siempre, pero a los pocos minutos volvíamos a aparecernos y ambas disimulábamos con torpeza nuestro alivio. He de reconocer también que en algunos momentos la lucidez saltaba sobre mí haciéndome consciente del gran error que estábamos cometiendo y huía a esconderme lejos de su piel, pero ella acababa por encontrarme, y cuando miraba hacia arriba y me encontraba con sus ojillos de niña perdida no me parecía tan mal estar equivocándome.
                Pero las noches no son eternas, y desde el principio sabía que las nuestras tenían los segundos contados.
El último día ya no la encontré. La tuve delante de mí, pero no fui capaz de reconocer en ella ni una sola de las señales que días antes me guiaban en busca de almas y estrellas. La luz del día acabó con las luces de colores y la magia, y ahora nos rodeaba un mundo sucio y vulgar. Me contó que estaba cansada de buscar y no encontrarse, de estar atrapada en un círculo vicioso que ella misma había creado, y que por eso se marchaba al fin a su isla, sola. Yo me reí por dentro de mi propia decepción al comprobar que no estaba invitada a visitarla, y solo le pedí que si se iba a marchar lo hiciera cuanto antes para no caer en la tentación de un inútil “quédate”. Cuando levanté la vista del suelo ya había desaparecido, y sentí un ligero déjà vu, pues aquel era el mismo final que ya había vaticinado yo antes de conocerla, solo que unas horas anticipado.
Sé que no habrá nada que echar de menos, que en un par de semanas no recordaré el sonido de su risa, sus extraños gestos o el color de sus ojos. Puede que algún día busque su cara entre una gran multitud ruidosa con la certeza previa de no encontrarla, pero estoy segura de que no nos volveremos a ver, y de que si algún día lo intentáramos ya sería demasiado tarde o demasiado lejos.
Lo único que me atormenta es su olor. Tengo su olor metido en cada poro de la piel, se me ha calado hasta los huesos ese indescriptible perfume a la vez mágico y vulgar, ese aroma que no es de nadie y que ahora estará solo, lejos, en una isla desierta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

t imaginas que nuestro olor fuese kmbiando al impregnarse d los olores d las personas kn las k nos mzklams? k sus presncias se hicieran eternas en nosotros y nosotros en las d ellas? :p

Anónimo dijo...

Pues por más que lo leo sigo sin ver las costuras, nada más que encuentro un todo que dista bastante de ser monstruoso, más cerca de la magia que de otra cosa, y un truco que no se ve a ojos ajenos.

Eso sí, la primera lectura fue totalmente distinta a la segunda :P

Es un buen texto, te lo digo sinceramente

La soledad

La soledad
3 miradas