domingo, 4 de octubre de 2009

Tuesday's gone

Cuando consiguió llegar a lo alto de la cuesta de los rusos, se sentó en el parquecillo a tomar aire. Estaba teniendo una taquicardia, la segunda de la noche, y aunque se vio tentada a meterse otra ralla, sacó del sujetador la papelina que le quedaba y la tiró a unos arbustos. Tal vez no había sido una buena idea; no le agradó pensar que tal vez al volver un perro lleno de coca se pusiera a perseguirla. Aún así lo dejó pasar como dejaba pasar todo. Todo, menos Hugo. Buscó en el bolso el porro que había apagado para subir la cuesta y lo encendió. Se quedó embobada mirando las volutas de humo que bailaban alrededor del chorro de luz de una farola. Intentó atraparlas, pero el momento en que las tocaba se deshacían entre sus dedos y desaparecían. “Así es el amor”, pensó. “Nos cautiva bailando sobre nuestros cuerpos, pero si intentas atraparlo, lo destruyes”. Llevaba toda la noche buscando a Hugo. Había desaparecido por la tarde, y su firme convicción de que tener un móvil era tan esclavizante como llevar unos grilletes complicaba la búsqueda.
Lía se despertó a las tres y él ya no estaba. No se extrañó demasiado; siempre que pasaba un par de días fumando opio y sin parar de componer, Lía nunca sabía que vendría después. Así que no lo pensó demasiado. Además, solo tenía una hora antes de entrar a trabajar. Le tocaba turno de tarde en el bar; tenía que prepararse para unas cuantas horas de cafés y Led Zeppelin. Se dio una ducha para quitarse el olor a noche y compartió un yogurt de fresa con el gato mientras recogía ceniceros y botellas vacías del salón. La tarde transcurrió como cualquier otra. Alí se pasó a visitarla antes de abrir la shawarmeria y le regaló media bellota de las buenas. Ella le invitó a un licor de hierbas. “Alá sabrá entenderlo”, le dijo Alí apurando el vaso. “Nunca debes rechazar algo de una mujer bonita”. Lía pasó el resto de la tarde mirando las jaulas vacías que colgaban del techo, imaginando que en ellas habitaban pequeñas personitas que tomaban el té y hacían el amor en un columpio de flores.
Cuando dieron las diez y acabó su turno, decidió que Hugo llevaba demasiado tiempo sin buscarla. Fue a casa, pero allí todo seguía igual. La guitarra española rota en un rincón, recordando la impotencia creativa de la madrugada anterior, y el gato lamiendo la mancha viscosa del suelo. Llevaba ahí unos días, y había decidido no limpiarla hasta ver en que se iba convirtiendo. Se sentó un rato a oscuras a acariciar al gato. Encendió un cigarrillo y pensó en la primera vez que vio a Hugo y en como habían cambiado las cosas desde entonces. Fue hacía más o menos un año. Aquella noche, ella y sus amigas habían ido al “gato tuerto” como todos los sábados. Lía entró y busco un sitio libre en la barra, sin saber que esa noche habría concierto. Lo que más le gustaba de aquel antro era que cada vez descubría un nuevo póster o dibujo en las paredes o el techo. Solía sentarse entre Mapi y Lena mientras ellas hablaban de lo bueno que estaba el de la esquina (“sí, aquel, el de al lado del baño, el de la camiseta roja”) y ponerse a ordenar cronológicamente los pósters según lo amarillentos o descolgados que estuvieran. Esa noche el futbolín estaba en una esquina y en su lugar habían improvisado el inestable escenario portátil, en el que una batería ocupaba casi todo el espacio. Le preguntó al Gordo que quien tocaba esa noche. Los “Big Fish”, le contestó mientras servía las copas. “Son madrileños, bastante buenos; pero ya sabes, el rock está jodido, es una pena”. Media hora más tarde el Gordo quitó la música y los Big Fish comenzaron a tocar. Lía bajó de su mundo de pájaros de caramelo y jaulas de colores y fijó sus ojos en el cantante, y ya no pudo apartarlos de ahí en toda la noche. Tenía todos los rasgos del prototipo de rockero clásico: vaqueros desgastados, camiseta negra sin mangas, brazos tatuados, barba de varios días, media melena y una fender stratocaster. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Tenía mirada de niño triste y ojeras de veterano de Vietnam. Eran bastante buenos; guitarras a lo Jimmy Hendrix, letras algo oníricas y alguna pincelada de blues callejero. Con su versión de “Tuesday's gone” se ganaron al público, y cuando acabaron de tocar se acodaron en la barra a disfrutar sus buenas dosis de copas gratis. Lena y Mapi no paraban de incitar a Lía a acercarse al cantante a decirle cualquier cosa, pero no fue necesario. Se le acercó por la espalda y le puso una copa en las manos. “Soy Hugo” le dijo. “No has parado de mirarme en toda la noche”. “Bueno, si sabes eso es porque tú también me mirabas a mi” le respondió ella dándose la vuelta. Hugo le dedicó una de sus sonrisas inolvidables, y Lía sintió un escalofrío, como una premonición, y supo que después de aquella sonrisa todo era posible y nada podía salir bien.
Unas semanas después Hugo apareció en su piso. “Madrid es una ciudad caníbal”, le dijo con la maleta y la guitarra colgadas al hombro. “Estaba empezando a devorarme, y he decidido escapar a tiempo”. Encontró trabajo en un estudio de grabación, y poco a poco Lía comenzó a faltar a clase. Una noche el Gordo le preguntó que si sabia de alguien interesado en trabajar en el gato tuerto, y al día siguiente Lía aprendía los misterios de la cafetera y de cómo conseguir que un sitio pareciera limpio a base de ambientador de limón. Después de eso vino la coca y todo lo demás.
Mientras pensaba en todo eso en las tinieblas del salón, la ciudad comenzaba a vivir. Como no soportaba las noches sin Hugo, cogió del cajón el medio gramo que le quedaba y salió a buscarle. Primero fue al estudio, pero no había nadie. Comenzó a recorrer todos los bares que solía frecuentar, y cada vez que se acercaba a la barra a preguntar por él la invitaban a una copa. Era raro perderse entre el humo y el ron añejo sin Hugo a su lado hablándole de huracanes y osos polares, con sus imprescindibles y ocasionales visitas al baño para “inspirarse”. Nadie sabía nada de él desde hacía un par de días, y al cabo de unas horas todos los bares habían cerrado. Aunque estaba mareada siguió al camarero del ciclón de discoteca en discoteca, buscando como un perro al que abandonan en una gasolinera. Cuando ya no quedaban ningún agujero ruidoso y lleno de borrachos donde no hubiera buscado, Lía se fue hacia el barrio árabe y ahora estaba sentada en aquel parque de perros cocainómanos. Mientras le daba la última calada al porro se dio cuenta de que estaba amaneciendo y sacó del bolso las ray ban de Hugo. Al ponerse las gafas de sol, la verdad le calló encima como un jarro de agua fría. Bea, tenía que ser ella. Había llegado de Madrid hacía una semana, y aunque Hugo no dijo nada, Lía sabía que eso lo cambiaba todo.
Se levantó y comenzó a caminar hacía la casa de Bea. Cuando una conoce tanta gente, es fácil enterarse de la dirección de cualquiera. Cuando solo llevaba dos pasos dio media vuelta para buscar la papelina que había tirado. Por suerte Bea vivía en un bajo, y a Lía no le costó mucho encaramarse a las rejas y mirar por la ventana. No se sorprendió demasiado; estaban desnudos en el sofá, fumando un chino a medias. Lía se sentó en la acera, preparó una ralla y escuchó unas campanas tocando a misa de ocho no muy lejos. Le gustaba meterse en las iglesias y pasar el rato entre el olor del incienso, los ojos inertes de los santos y el silencio sepulcral. Estaba decidida a no llorar; lo único que quería era escuchar tuesday's gone en un banco de iglesia mientras la gente a su alrededor pensaba en sus pecados. Así que hizo lo correcto; se metió la última ralla y se fue a la iglesia de san Patricio mientras pensaba en caballitos de mar con alas de mariposa.

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