miércoles, 16 de septiembre de 2009

Testimonio de un gato escapista

Primero abro un ojo con pereza, y lo vuelvo a cerrar al instante. Luego abro los dos de golpe, y me asusto un poco al no saber con certeza donde estoy. Mientras me lamo lenta y cuidadosamente una pata, observo el caos a mí alrededor; varios chicos duermen entremezclados, roncando ruidosamente derramados por los sofás y el suelo, entre efluvios de alcohol rancio y sudor.
El viernes me mudé a esta casa. Me trajo mi dueño, y minutos después desapareció, dejándome de nuevo con mi dueña. Con ella tengo una relación de amor unidireccional: es cierto que a veces soy yo el que la busca para dormir a su lado o dejar que me acaricie, pero ella siempre quiere hacerlo, y siempre está detrás de mí, buscándome y esperándome, sin comprender que a mi lo que me gusta son la indiferencia y los retos. Esa tarde ella lloró y se cortó el pelo. Yo la observaba mientras jugueteaba con los mechones que caían al suelo de la cocina, y la escuchaba hablar con sus amigas. No les presté mucha atención, como siempre. Por eso me pilló por sorpresa la llegada de ellos cinco, y cuando llegaron fue como una avalancha cayendo sobre mi tranquilidad y mi rutina. No quedaba ni un solo hueco en los sofás para tumbarme, y nadie me ofreció ni siquiera un trago de vino o al menos de aquel whisky barato con olor a matarratas. Mientras ellos bebían, yo les observaba desde la barra de la cocina, y no hacía falta ser muy listo para saber que aquello no podía terminar bien. Recuerdo que hicieron algún comentario sobre mis testículos. Uno de ellos los comparó con pelotas de pin-pon y comenzaron a discutir sobre quien tendría sexo conmigo esa noche. Los miré con indiferencia, en parte fingida, ya que aquel chico de los ojitos claros y la mirada de loco era bastante sugerente, y aunque se que la zoofilia está mal, siempre me ha interesado probar cosas nuevas. Seguro que cualquier cosa es mejor que mi actividad sexual actual. Mirando a los chicos me cuesta creer que todos sigan vivos después de estos dos días. Ayer fue sábado, y por lo que yo se, el sábado la gente busca la autodestrucción de alguna manera, y mis “compañeros de piso” de este fin de semana no eran distintos al resto. El viernes tal vez se destruyeron un poquito, pero con más cariño hacia sus personas. Pero el sábado salieron de casa cuando se levantaron, y a su vuelta traían consigo ingentes cantidades de comida y alcohol. Abrieron la puerta del patio, y me alegré por ello. Me gustaba salirme allí a fisgonear un poco y lamer mis genitales al aire libre. Cuando eres un gato, lamer tus genitales no tiene ninguna emoción, es algo tan común como respirar. A veces me gustaría ser humano para sentirme impotente al no llegar a ellos con mi boca y tener que buscar la boca de otros para que los chupen. Tal vez en eso consiste el amor y sea por eso que los gatos no nos enamoramos.
Poco a poco, fueron bajando al patio. Mi dueña y el chico que me prometió sexo en vano encendieron la barbacoa, que comenzó a derretirse en cuanto el carbón estuvo caliente. Traté de olisquear la carne, pero me espantaron como a una mosca. Nunca me dejan hacer nada divertido. Se sentaron alrededor de las mesas a comer y beber una cerveza tras otra, mientras se reían de trivialidades y escuchaban canciones bastante pasadas de moda. Nunca entenderé los gustos musicales imperantes en esta casa, pero para eso tampoco tengo ni voz ni voto. Intenté escaparme al otro patio, pero el chico alto y rubio me lo impidió, aunque se acobardó en cuanto le lancé una de mis escasas pero efectivas miradas asesinas. El chico del pelo largo, cuyo hígado sospecho debe estar destrozado, rompió mi caja de cartón favorita, la más grande, lo cual me enfadó un poco, así que me alegré cuando mi dueña le derramó por encima una lata de cerveza entera. Tras varias horas de aguantar guitarras, cánticos de borrachos y olor a cerveza y carne que no me dejaban probar, todos fueron entrando a casa, tumbándose dónde y cómo podían. Yo decidí echarme una siesta encima de mi armario favorito, el de la habitación de la chica morena. Cuando ella y el tipo de la cara de psicópata entraron y cerraron con pestillo, comencé a arrepentirme de mi decisión. Desde lo alto del armario pude observar varias maneras de realizar el coito entre humanos. Ya lo había visto antes, pero nunca deja de sorprenderme el malabarismo de cuerpos, los bailes acompasados, sus torpezas. Realmente, se complican mucho la vida. Es más sencillo cuando todo se centra en el instinto básico de depositar la semilla, alejado el acto sexual de cualquier deseo o búsqueda de placer carnal. Todo esto lo pensaba en lo alto del armario mientras trataba de dormir y esperaba que alguno de ellos abriera la puerta para satisfacer fuera la necesidad de ir al baño o tal vez fumar. Tienen demasiadas necesidades inútiles todos ellos; hacer el amor, fumar, ducharse, vestirse, peinarse…todo ello es prescindible, pero aún así aquella noche armaron un gran revuelo para satisfacer todos ellos esas necesidades a la vez antes de salir por la puerta a destrozarse un poquito más. Creo que la que más destrozada quedó fue mi dueña, porque no aguantó demasiado la noche. Llegó temprano y sola; charlamos un rato, y después me echó fuera y cerró su puerta. Cuando llegaron la chica a la que no le caigo bien y el rubio que pedía juegos de mesa, intentaron despertarla para cubrir otra de sus tontas necesidades (la de fumarse un porro) pero como no lo consiguieron se fueron al salón a cenar (¿o a esas horas de la madrugada ya lo llaman desayuno?) y poco a poco fueron llegando los otros: el chico que me prometió sexo en vano, el psicópata, el del pelo largo, el alto, la chica morena y otro chico raro que no conocía…
Tras recordar todo lo sucedido este fin de semana, vuelvo a mirar a los chicos que duermen a mí alrededor y siento un poco de miedo. ¿Van a quedarse aquí siempre? ¿Piensan seguir bebiendo y montando escándalo hoy también? Ya estoy cansado, necesito un poco de paz y tranquilidad. Creo que voy a aprovechar que aún duermen y que la puerta del patio está abierta; tal vez desde allí pueda salir de este piso de locos y dar una vuelta por ahí, despejarme un poco y escapar de casa, al menos hasta que ellos se vayan y todo vuelva a ser normal, y volvamos a ser solo ellas, yo y los sofás.

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La soledad

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