domingo, 6 de junio de 2010

Síndrome de Stendhal

Nos miramos por encima de las tazas de café, sin esperar descubrir nada nuevo con esta observación mutua y silenciosa. Me sonríes sin una causa definida, y aunque ande un poco nublada no puedo evitar que tu sonrisa se refleje también en mis labios.

Remuevo en mi taza los errores y la torpeza, y tú le añades un poco de nostalgia acariciando mi mano para tratar de endulzar la tarde.

Miro tus manos y no puedo evitar recordar aquellos primeros días en que nuestros cuerpos se buscaban instintivamente en camas prestadas y en horas contadas, aquellas horas en las que cualquier sofá podía convertirse una suite de lujo hasta que tú te marchabas a regañadientes, dejándome sola en un vulgar salón vacío y taciturno.

Creo que el recuerdo que más perdurará en mi memoria es el de la naturalidad con la que te desnudabas nada más llegar a la cama por las mañanas, cuando te escapabas casi a hurtadillas escondiéndome en tu casa con algún nombre de mentira para dormir un rato más conmigo. Esa forma tan básica e instintiva de quitarte la ropa nada más llegar contrastaba tanto con el resto de tu forma recatada y tímida de actuar que siempre la observaba con la misma sorpresa que la primera vez que lo hiciste.

Parloteamos sobre literatura, tolerancia, justicia. Hablamos mucho, pero no decimos nada, y me pregunto si a ti también te embarga la misma sensación de tediosa apatía dominguera. Le doy un sorbo a mi café, y compruebo como te excitas silenciosamente al verme lamer la espuma que se me ha quedado en el labio superior. He aprendido a detectar las formas en las que te excitas con facilidad, y otra vez mi mente da un salto hacia atrás en el tiempo y dejo de escuchar tu voz. De repente ya no estamos en la cafetería; estás en cualquier cama junto a mí, extasiada al descubrir y experimentar todo lo que se puede crear partiendo de dos simples cuerpos desnudos, observando inerte el placer que esculpen mis manos.

Pienso que es probable que en esos momentos fueras víctima del síndrome de Stendhal al admirar el secreto y poderoso arte que podía surgir de algo tan básico como el sexo. Tal vez era esa sobredosis de sensaciones y belleza lo que te impedía atreverte a crearla por ti misma, haciéndote emborronar siempre antes de tiempo los trazos iniciales de cualquier boceto. Otras veces he llegado a pensar que la causa de esto era tu miedo a deshacer la magia, o tal vez tu desinterés en crearla para mi. A lo mejor fue porque yo no supe darte las materias primas adecuadas.

Aún así yo seguí dibujando mis deseos por todo tu cuerpo, convirtiéndome en una autodidacta de la disciplina que se suponía tú tenías que enseñarme. Tal vez sea cierto eso de que el alumno supera al maestro, pero ¿qué ocurre cuando al maestro se confunde? No tuve más remedio que tomar las riendas, y enseñarte tu propia materia, sintiéndome cada vez más perdida y más ignorante. ¿Quién iba a enseñarme a mí? Si tú no lo conseguías, ¿quién sería mi guía?

La camarera se acerca a preguntar si vamos a tomar algo más. Llevamos más de una hora sentadas delante de dos simples tazas de café. Respondemos que no, e intento pagar la cuenta. Nuestra eterna deuda de un café. Ninguna recuerda ya como surgió, pero tú te aferras a ella para tener una excusa para verme, y yo intento saldarla siempre porque odio tener deudas pendientes, aunque sean metafóricas.

Salimos a la calle sin saber qué hacer con las pocas horas que nos quedan. Siempre nos pasa lo mismo. Odio tener el tiempo contado, tener que planear los besos, las conversaciones, las salidas y las entradas, adaptar mis deseos y necesidades a lo que dicte el reloj. Me miras a los ojos, y me da miedo que descubras en ellos todo lo que estoy pensando. Tengo miedo de que sepas que te voy a echar de menos, y más miedo aún de que descubras que si fuera posible preferiría no hacerlo. Me pregunto si tú también eres consciente de que no debería haber besos de despedida, si comprendes que no podemos saber cuando ni cómo volveremos a vernos y que este hecho tan presente en nuestra relación desde sus inicios hace necesario que alguna de las dos saque valor y cordura para dar el paso de ponerle fin a este conjunto de secuencias y encuentros incoherente y mal hilados.

Pero esta tarde de domingo no me siento capaz de hacer nada importante y definitivo, así que me abandono a nuestros pasos por estas calles que nos conocen tan bien, y sigo parloteando como si no pasara nada, como si no tuviera miedo de que este pueda ser nuestro último café y de que la deuda al fin esté saldada.

3 comentarios:

Athos dijo...

Huele a canela. Pero... Es veneno?

Besos y pechugazos

Unknown dijo...

Qué más da si es veneno? Siendo canela se le puede pasar por alto ese pequeño detalle ^^

Athos dijo...

La canela es afrodisíaca.
Cuidado, que engancha.

La soledad

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