miércoles, 9 de febrero de 2011

The living dead

El alto edificio donde trabajaba se veía desde lejos, y el emblema tridimensional que decoraba aquella sucia construcción la saludaba mucho antes de llegar, impidiéndole saborear los pocos minutos que le quedaban antes de fichar, entrar al despacho, encender el ordenador y comenzar otra de aquellas largas jornadas vacías. La misma rutina, la desidia, la impersonalidad, la impotencia. Los sueños y los principios evaporandose por la ventana.
Los habitantes de la sexta planta, que al principio le habían supuesto una distracción, se habían vuelto tan cotidianos como todo lo demás. Vivían en una "vivienda supervisada", sucesoras de los manicomios, pero que a pesar del nombre y la "libertad" de sus ocupantes, a ella se le antojaba como una edición actualizada de "Los renglones torcidos de dios". Andaban siempre por el edificio y los alrededores, fumando o pidiendo tabaco, hablando solos o entre ellos o recopilando monedas para la máquina de café de la entrada, de la cual extraían lo que a ella le parecían cantidades desorbitadas de cafeína para alguien que está en tratamiento. Caminaban sin ton ni son aparente, con sus miradas asustadas o amenazadoras dirigiéndose a todo y a nada en concreto, y se mezclaban con los demás ocupantes del edificio, las personas supuestamente "normales y sanas" que trabajaban allí cada día haciendo caso omiso de los que vivían en la última planta.
A veces, uno de ellos se escapaba por el edificio causando un gran revuelo. Se trataba de un hombre de mediana edad con la mirada perdida y una eterna mueca de miedo paralizandole la cara que al menor descuido de sus vigilantes se paseaba por los pasillos y entraba a los despachos gritando una y otra vez "Me han matado, ¿no lo veis? Estoy muerto porque me han matao". Esto causaba mofas y risas por parte de los que ya llevaban tiempo allí y una gran confusión y azoramiento entre los que presenciaban tan excéntrico espectáculo por primera vez.
No importaba cuantas veces le dijeran entre risas que si estuviera muerto no podría estar allí hablando con ellos, el estaba completamente convencido de lo que decía, y eso se transmitía en el tono de pánico e impotencia con el que lo gritaba, cada vez más alto, hasta que llegaban los responsables para llevarlo de vuelta al lugar donde pertenecía, seguramente para administrarle una buena dosis de sedantes y dejarlo sentado en alguna sala desangelada con otros muertos vivientes.
Cada vez que esto ocurría, ella, lejos de reírse, sentía el miedo oprimiéndole el pecho, la sangre congelándose en las venas y la certeza dudosa de que ella también estaba muerta a pesar de estar allí en cuerpo presente, tecleando sin cesar y acatando ordenes sin rechistar, con ganas de huir lejos de aquel nido de zombies y buscar algo que la hiciera sentirse todavía viva. Pero en lugar de ello, se quedaba allí sentada, inmutable, como si fuera la única del edificio a la que la interrupción del "loco" no le afectara en absoluto, para que nadie sospechara la envidia que sentía por aquel fantasma que al menos tenía la valentía de denunciar a voces su muerte. Y tal vez si ella no lo hacía era porque, por más que intentara culpar a los demás, en el fondo sabía que ella misma era su propia asesina.

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La soledad

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