martes, 31 de enero de 2012

La inmortalidad de los mosquitos

Estaban tumbados en la cama, tan cerca que resultaba absurdo que ella ni siquiera recordara su nombre, así que para romper la candidez del momento espachurró de un manotazo un mosquito que jugueteaba sobre el hombro desnudo de él.

-Tiene gracia. Por más que tenga la fuerza y me crea en el derecho de aplastar así a un mosquito, no somos tan diferentes en el fondo: los dos somos igual de frágiles, absurdos y efímeros.- Puso sus manos sobre las de él solo para comparar, para cerciorarse de sus diferencias. Le gustaban aquellas manos tan grandes que parecían destinadas a la brutalidad y la torpeza.- Si quisieras tú también podrías matarme aquí y ahora, sin demasiado esfuerzo, usando solo tus manos; podrías ahogarme, partirme el cuello o golpearme la cabeza contra la mesita de noche hasta que la sangre salpicara tu cara.- Liberó una de sus manos y encendió un cigarrillo.-O podría morirme yo sola, aquí y ahora, sin venir a cuento: paro cardíaco, infarto cerebral, muerte súbita. Podría atragantarme con tu semen y morir ahogada y mal follada. Y entonces, ¿qué? Nada. No pasaría nada. La música, el cine, el sexo, las drogas, la poesía, los hospitales, los telediarios y el porno continuarían exisistiendo, sin perturbarse, viviendo y produciéndose a través de personas cuyas vidas son tan efímeras y valen tan poco como la tuya y la mía, ¿lo entiendes?

Él la miró aturdido, tal vez porque había estado demasiado concentrado en observar con detalle la forma de sus pezones o simplemente porque en ese momento no le llegaba suficiente sangre al cerebro.

-No lo sé, supongo...-Se preguntaba porqué le estaba pasando esto a él, porqué no se había encontrado a una chica de las que después del polvo reclama mimos y mentiras y no respuestas a grandes dilemas metafísicos.-¿Te importa si me quedo a dormir?

Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero casi con desprecio y comenzó a ponerse lentamente las bragas. Pensó que por esto era mejor no traerlos a su casa, porque era más fácil irse a hurtadillas en cuanto se quedaban dormidos que echarlos cuando la cosa no daba para más.

-Lo siento, pero será mejor que te vayas.-Aunque su expresión era seria, tras los músculos faciales escondía una sonrisa. Observó desde la cama como él se movía torpemente desnudo por el dormitorio, recopilando la ropa que un par de horas antes habían esparcido por el suelo. Sin duda había sido un error de calculo compartirle la cama aunque fuera un rato. Se había dejado engatusar  por sus anchos hombros, la mandíbula poderosa y las zapatillas del 45, pero detrás de aquel conjunto armonioso de músculos y sangre no había nada que mereciera la pena conservar.

Por eso lo mejor era asustarle e incomodarle lo suficiente como para no tener que inventar una escusa con la que negarle su número de teléfono o un próximo encuentro. Aún así, antes de salir por la puerta él la miró por última vez con aire de corderito suplicante, a lo que ella respondió lanzándole un beso rojo con la punta de los dedos como señal de ultimátum. Cuando cerró la puerta, ella apagó la luz y se acurrucó bajo el edredón. Le hubiera gustado compartir la noche, pero era imposible con alguien incapaz de entender la sensación que persigue a los que constantemente esperan a un tren que no saben si quieren coger o a dónde se dirige, y que de vez en cuando piensan que tal vez lo mejor sería arrojarse a las vías en vez de volver a subir al mismo vagón de siempre.

Esa noche se cercioró de que no es el amor el elemento que consigue alejar de nuestras vidas la certeza constante de muerte, por mucho que algunos así lo prediquen. No, no es el amor, si no el sexo, pues es el sexo lo que aunque sea durante unos instantes nos acerca tanto a la muerte que consigue que nos creamos sus semejantes. Y cuando el sexo acaba y volvemos a ser mortales, el mundo retorna a su habitual forma gris y solo quedan las mentiras que nos ayudan día a día a vivir en el intento. 


Y la soledad, y el silencio.

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La soledad

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