jueves, 14 de mayo de 2009

Copenhague

Anna nunca se sintió en casa. Tal vez porque nunca se había enamorado, y cuando una es una romántica empedernida necesita enamorarse para sentirse en casa. Era una extraña en su casa y una extranjera en su país, así que un día, cansada de no encajar, decidió buscar un lugar en el mundo donde sentirse en casa.
Tenia toda la vida por delante, el extenso mundo a sus pies y el valor para marcharse, pero el miedo a llegar la paralizó unos días. Aún así, metió en una mochila algo de ropa, un par de libros y se compró un mapamundi y dos paquetes de pegatinas: unas rojas, que iría pegando en los países que ya hubiera visitado, y otras azules, que reservaría para el país en el que se sintiera en casa.
Decidió empezar por Lisboa, tal vez porque estaba cerca, tal vez porque el nombre le sonaba bien. Acordó ir en tren, pues aunque su plan fuera recorrer el mundo, le daban miedo los aviones. Aún así, cuando el tren comenzó a caminar, sintió un extraño vértigo. Lisboa era una ciudad rara, que le hacía tener recuerdos de cosas que no había vivido. Cada día, desde el viejo tranvía que tanto le gustaba, observaba a la gente pasar, imaginando de quién le gustaría enamorarse, cómo y donde, con todo lujo de detalles. Si hubiera escrito todas esas historias que imaginaba, ni la mismísima Corin Tellado hubiera podido hacerle sombra. Un día, al bajar del tranvía, un artista callejero con la cara completamente camuflada por un complicado maquillaje le regaló una grulla de papel. Ana rebuscó una moneda en sus bolsillos, pero aquel chico de ojos negros le sonrió y se fue por donde había venido. Ana miró la pequeña grulla, pensando en aquellos ojos negros y preguntándose qué se ocultaría bajo la densa capa de maquillaje. Desde aquel día, siempre que bajaba del tranvía lo buscaba sin éxito entre la multitud, intentando encontrar sus ojos, pero eso no pasó. Además, por mucho que lo intentó, no consiguió sentirse en casa. Intentó con todas sus fuerzas hacer suyas aquellas calles, aquellas caras, pero no lo consiguió. Así que al cabo de dos meses se fue a Paris. Allí se enamoró del Louvre, de Notre Damme, del Sacre Coeur, del puente de los pintores y del barrio latino. Una tarde, sentada en la terraza de su café favorito jugueteaba con sus pegatinas azules, intactas. Pero de repente, lo vio, y comprendió que a partir de ese día el mundo que ella se empeñaba en recorrer iba a girar de manera diferente. Él corría entre la gente, y parecía que nunca le hubieran enseñado a andar; pero ella lo vio pasar muy despacio, como a cámara lenta. Y él la miró con unos ojos negros, agitados, y durante un instante paró de correr para conversar con los ojos curiosos que lo miraban desde la mesa de un café. El tiempo, del que él siempre huía, se detuvo y ambos sonrieron; Ana supo que aquel chico era el dueño de los ojos que tanto tiempo buscó en Lisboa. Sintió ganas de seguirlo, de correr detrás de él, pero sus piernas no respondieron, pues pensó que no podía empezar ahora a perseguir desconocidos solo porque consiguieran detener el mundo. Antes de que se diera cuenta él se perdió entre el tumulto, dejando solo una grulla caída en la acera, que Ana guardó junto con sus pegatinas azules.
En Paris tampoco puso la pegatina azul. No le gustaron los franceses y no encontró más grullas, así que pasadas unas semanas, cogió un avión hacia Londres. Poco a poco, empezó a acostumbrarse a volar, aunque el despegue le seguía suponiendo una tortura. Se embriagó de aquella ciudad, que respiraba vida en cada esquina. Se empapó de todo lo que allí había, paseó por sus calles, y consiguió trabajo como profesora de español. Cada día, se perdía entre los millones de personas de todas las razas que se mezclaban en un ir y venir frenético, dejándose llevar. Le encantaban los autobuses de Londres, esos gigantes rojos. Un día, cuando iba en el autobús hacia el trabajo, miró por la ventanilla y ahí estaba el chico de las grullas en un autobús paralelo al suyo, escribiendo algo en la empañada ventanilla. “Otto”. Sonrió, y se señaló a si mismo. Con un gesto, le preguntó su nombre. Ana aprovechó el vaho de un suspiro para escribir en su ventanilla: “Ana”. El autobús de Otto arrancó antes de que se atreviera a dibujar un corazón debajo de su nombre. Y es que no hay nada eterno, y mucho menos el amor cuando es cobarde. No volvió a verlo.
Disfrutó cada día y cada paso en Londres, pero allí tampoco había un lugar para ella. No sabia explicar porqué, pero sintió que sus pegatinas azules debían seguir intactas.
Una amiga le habló de Copenhague. Le dijo que aquella era una mágica e inolvidable, así que Ana empacó sus cosas una vez más y se dirigió a Dinamarca. La vida allí era como en el Tivoli, el parque de atracciones más famoso del mundo. La corriente le enseñaba el camino, y la lluvia era la más hermosa que hubiera visto nunca. Encontró trabajo en un café de la estación de tren. Allí cada día, cuando acababa su turno, se sentaba un instante a observar el tránsito de vidas envidiándolas por tener marcado un camino, y con un cigarrillo y un café jugueteaba con sus dos grullas, imaginando cómo sería la voz de Otto, y las historias que podrían vivir juntos.
Una vez más, el azar jugó a su favor. O eso creyó ella cuando una noche Otto se sentó en la mesa 7 del café. Lo atendió como a un cliente cualquiera, pero en sus ojos se podía ver la tormenta que la removía por dentro al preguntar que si quería más azúcar. Otto hizo una grulla japonesa con su servilleta, y en una esquinita escribió “Ana”. Cuando salió, Ana guardó la grulla en su bolsillo, maldiciéndose por no tener el valor para decirle algo más profundo que “su vuelta, gracias”. Lo que Ana no sabía todavía es que aquella grulla no era cosa del azar, si no del destino.
Durante una semana, todas las noches Otto se sentó en la misma mesa y dejó una grulla con una palabra escrita: Lisboa, Paris, Londres, Capicúa, sonrisa, destino, Viena, adiós. Cuando Ana recogió la última grulla, la del adiós, el corazón le dio un vuelco, y deseó poder volver atrás para decirle a Otto que no se fuera, que aún no tenía suficientes grullas. Pero definitivamente, Otto se había ido.
Al día siguiente, Ana pasó toda la noche mirando la puerta de la cafetería, pero Otto no volvió a entrar por ella; ni al día siguiente ni al otro. Los minutos se le escurrían sin fuerza entre los dedos, tan inútiles como sus pegatinas azules, y Copenhague perdió todo sentido. Miraba sus grullas con amargura, pensando en lo que podría haber sido y murió antes de empezar. De repente, se fijó en la grulla número 7. “Viena”. ¿Porqué no? Ya nada la ataba en Copenhague, y las pegatinas azules seguían intactas. Tras un acalorado debate consigo misma, empacó sus cosas, devolvió el uniforme en el café y se montó en el primer tren a Viena. Cuando subió, la prisa no la dejó ver la enorme grulla naranja pintada al lado de la puerta del vagón n º 7.
El miedo de no encontrarlo se disipó en cuanto pisó aquella ciudad. El Danubio, la música, los cuadros, los palacios… la transportaron a otro tiempo, a otra época, y sintió ganas de bailar un vals con Otto a los pies de la catedral. Se olvidó de buscarlo, pues el aire allí la incitaba a vagar sin rumbo ni motivos entre la magia de las calles, hasta que un día que paseaba por la orilla del Danubio, las vio. Varias docenas de grullas de colores flotaban alegremente por el río. Contuvo la respiración y miró a todos lados, buscando a Otto. Tenía que ser él, el azar no era tan creativo. Por más que buscó no lo vio, así que echó a correr río abajo, detrás de las grullas, para pescar alguna.
“Nunca dejes de buscarme” repetían una tras otra las frenéticas y mojadas grullas con la letra de Otto. “¿Qué no deje de buscarte, Otto? No hago otra cosa, y tú te me escapas. Si me quisieras, me esperarías quieto; ya no quiero más grullas, yo solo quiero verte a ti” le gritó Ana a un Otto invisible, inexistente. Siguió las grullas por la orilla, con la esperanza de encontrarle al final del camino que marcaba la corriente. Una vez más se le hizo de noche, y Otto no apareció. Dejó ir a las grullas, se dejó ir ella, con sus pegatinas azules aún sin estrenar, con sus bolsillos vacíos ya de sueños y con la frente marchita.
Esta vez trabajó como ayudante de cocina en un restaurante español. Le hacía gracia la ironía, por primera vez en su vida se sintió española en aquella minúscula cocina pelando patatas y cebollas. Se apuntó a clases de pintura, de danza, de piano. La vida en Viena hubiera sido deliciosa de no ser por las grullas que la esperaban debajo de la cama para recordarle lo que no había podido tener. Aún así, su estancia allí se alargó más de lo normal, pues ahora que no encontraba a Otto, el mundo podía esperar.
Un día, en la cocina del restaurante, la pequeña televisión que nadie miraba llamó su atención por primera vez en mucho tiempo: el rótulo del noticiero rezaba: “un mundo para ver: IX festival iberoamericano de teatro, Bogotá”. A Anna se le calló una olla al suelo, causando un gran alboroto, pero no escuchó la riña de su jefe, el agua derramada, la voz de la reportera. En la pantalla, un chico de ojos negros y una camiseta con el dibujo de una grulla japonesa hablaba animadamente; al parecer, era actor, o algo así. Trató de prestar atención, pero solo alcanzó a escuchar palabras sueltas: Europa, obra, oportunidad, pantomima. Se le nubló la vista. “Otto, no puedo seguirte tan lejos. Un mundo para ver… ¿Pero de que me sirve ver el mundo si tú huyes de él? Lo siento Otto, esta vez no puedo buscarte. Ya tengo demasiadas grullas”
Esa noche no pudo dormir. Buscó como loca información sobre Bogotá, sobre el festival, sobre la pantomima, sobre precios de vuelos Viena-Bogotá. ¿Y si no lo encontraba allí? 8 millones de habitantes son demasiados. “2600 metros más cerca de las estrellas”… aquella frase le sonó bien. “De acuerdo Otto, llévame a las estrellas”. No se despidió del y se subió al primer avión que pudo pagar, y comenzó a tomar una tila detrás de otra. 14 horas de avión para alguien con pánico a volar es demasiado, y nadie tenía un valium a mano. No la tranquilizaban ni las grullas que llevaba en una cajita entre sus manos. A mitad del vuelo sintió ganas de pedir que dieran la vuelta, que aquel no era Otto, que estaba cometiendo un gran error; pero ya era tarde.
Tras una interminable agonía, el avión descendió sobre el aeropuerto de El Dorado. Cuando Ana salió de allí, sintió ganas de besar el suelo, y cuando se montó en un taxi rumbo al centro, se dio cuenta de que Bogotá era una ciudad loca; le pareció que morir en un taxi después de haber sobrevivido al avión era demasiado patético. Pero sobrevivió al taxi, aunque siguió sin entender porque el centro estaba en las afueras de la ciudad. Caminó por sus calles, mirando hacia el Monserrate, y la altitud la hacía pararse de vez en cuando a tomar aire.
El centro hervía al ritmo del festival, y por todos lados se iba encontrando con obras de teatro, Cuentacuentos, bailarines, conciertos… pero a Otto no lo vio. Lo buscó incansablemente durante los días que quedaban de festival, y tras la fiesta de cierre, perdió toda esperanza. “¿Qué iba a hacer ella en Bogotá?” se preguntaba mientras bebía aguardiente en un extraño bar en la calle 19. Salió de allí algo tambaleante y comenzó a andar por la Candelaria. Sin saber como había llegado hasta allí, se sentó en una esquina del Chorro de Quevedo a ver pasar a los jóvenes punkeras, a los turistas y a los dilers muy deprisa de un lado a otro, ensimismada, hasta que descubrió una grulla pintada en la pared, junto a una inscripción: “Abre los ojos” Otto había estado allí, y le había dejado un mensaje, de eso estaba segura.
Durante varios días se dedicó a buscarle, pero esta vez de una manera organizada. Empezó buscando en los programas del festival, pero nada. Luego se dirigió a la organización, pero allí la ley de protección de datos le impedía a los secretarios darle esa información. Preguntó en las comisarías y en los hospitales, y sintió que se iba a volver loca. Después de dos semanas desistió, y se dedicó a vagar por las calles de aquella ciudad desconocida, en la que el clima estaba loco y en la que no se veía ni una sola estrella a pesar de estar 2600 metros más cerca de ellas. Encontró refugio en aquel bar de la 19, y cada día iba allí a ahogar sus penas en alcohol y canciones, aunque ellas aprendieron a nadar. A pesar de todo, allí se sentía bien, rodeada de gente estrafalaria y loca, pero adorable. A ratos, sentía ganas de poner una pegatina azul en cada esquina de la ciudad, pero después se acordaba que solo había ido allí a buscar a Otto, y que él se había escapado una vez más, dejando solo otra maldita grulla. Así que los días se le fueron tornando grises, y después de un par de meses decidió irse, tal vez a Buenos Aires, puede que a Lima; ya no le importaba, simplemente vagaría sin rumbo y sin Otto. Decidió coger un autobús rumbo a Ecuador, y desde allí recorrer todo el continente. Fumaba un cigarrillo en la entrada del terminal, hasta que una grulla le calló a los pies. Se quedó paralizada, sin valor para mirar atrás.
Desenvolvió con cuidado la grulla y leyó en voz alta: “1000”
“Según una leyenda japonesa, la persona que hiciera mil grullas de papel vería cumplido un deseo” dijo Otto a su espalda.
“¿Esta es la número 1000?” preguntó en voz baja Ana, sin mirarlo.
“Si. Y se ha cumplido mi deseo” respondió Otto triunfal, sentándose a su lado.
“¿Ah, si? ¿Y cual era?” preguntó Ana mientras desenvolvía por fin sus pegatinas azules. Otto respondió su pregunta con un suave beso en sus labios, que Ana selló con una pegatina azul, y entre risas y besos, decidieron no volver a perderse nunca más. Desde aquel beso, Ana dejo de buscar, y se dedicó a ponerle a Otto pegatinas azules en todos los rincones del cuerpo. Y Otto dejó de correr, pues en los ojos de Ana halló la forma de detener el tiempo.

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno, no soy una persona muy dura, así que mi crítica dura no va a ser :P Luego dirás que te hago la pelota, pero bueno, ahí va lo que pienso de este Copenhague:

Me gusta el aire de cuento que tiene, el azar imposible que los vuelve a unir una y otra vez. El final parece esperado pero en mi caso no lo ha sido, yo me esperaba más bien que Otto no apareciera al final, y fuera algo así como una metáfora de las expectativas de Ana en el amor, que quizás por ser demasiadas o demasiado específicas, o por sus miedos o incapacidad para arriesgarse, nunca encontraría. Es reconfortante ver que sí lo hace. Y el detalle que me encanta, no lo puedo evitar (aunque ahí si se espera que lo haga), es que le pegue a Otto pegatinas azules :)

Azdumat dijo...

Genial! Llevaba unos días sin leerte el blog porque llegué a esta entrada y como era larga quería encontrar el momento para leerla tranquila. Me alegro de haberlo hecho así. Me encanta la historia y cómo está escrita.

Le pongo una pegatina azul a tu Copenhague ;)

La soledad

La soledad
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